Ya parece inevitable que ante la ola de despiadado terrorismo que invade casi todos los rincones del orbe, algunos líderes y cualificados dirigentes mundiales, como el propio Papa Francisco, no tengan empaque en hablar claramente de que la humanidad está inmersa en una tercera guerra mundial.
No es ciertamente una guerra al uso, como trágicamente la historia ha ido testificando a largo de los siglos: guerra entre Estados; ejércitos regulares; convenciones humanitarias o incluso treguas para oxigenar de alguna manera los crueles enfrentamientos.
Es una guerra sin uniformes, cobarde, fanática, cruel que pretende amedrentar a todas las sociedades civilizadas de una cultura u otra, de una religión u otra, sin más objetivo que dañar lo más profundo que anhela el hombre que es vivir en paz y libertad. Es la expresión más ilustrativa de lo que es el mal y de la depravación moral a la que puede llegar el ser humano cuando desprecia la vida propia o ajena.
Lo cierto y verdad es que la invasión de Irak en la primavera de 2003 desencadenó una espiral infernal como afirmó el patriarca caldeo , Luis Rafael I, a raíz de la reciente publicación del informe Chilcot. Nadie comprendió que se tomara aquella decisión en base a unas inexistentes armas químicas y lo que es peor aún nadie comprendió tampoco, el desastre que originó el día después y la ausencia de autoridad en la que desembocó.
Este grave error junto a otros conflictos como los de Afganistán, Siria, Yemen, Palestina o los que rodean a otros países nos ha llevado a las terribles tragedias que hoy estamos padeciendo casi diariamente en cualquier rincón del globo. El reciente golpe de Estado en Turquía y la consecuente purga estalinista con la que el “demócrata” Erdogan está azotando a su pueblo, agrava aún más la estabilidad de la paz mundial.
Las potencias europeas y los Estados Unidos, yerran permanentemente en su intento de querer exportar la democracia y la libertad a estos países que viven en un contexto cultural y religioso muy diferente al nuestro. Ni los derechos humanos, ni la laicidad del Estado ni la dignidad de la mujer ni el concepto de justicia y libertad tienen el mismo rango e interpretación que le damos en la sociedad occidental de honda raíz judeo-cristiana.
Es cierto que la llamada “primavera árabe” hizo renacer la esperanza de que algo se movía espontáneamente desde el interior de los pueblos, reivindicando en aquellas manifestaciones y concentraciones populares libertad y trabajo.
Pero lo cierto y verdad es que veinticinco millones de jóvenes están ociosos, sin esperanza y no me cabe duda que una buena parte de ellos son víctimas propiciatorias del fanatismo yihadista que se propaga desde algunas mezquitas en manos de una casta de clérigos e imanes que aspiran a la hegemonía mundial del Islam, incitándoles no solo a la persecución criminal contra sus hermanos cristianos sino a la destrucción del patrimonio secular y cultural contrario a su locura expansionista.
Puede que la clave esté en que especialmente los jóvenes superen la crisis identitaria a la que les ha abocado la propia autocracia instalada desde la descolonización en estos países. Es necesario una comunicación más sincera y realista entre Oriente y Occidente y aprovechar la nueva era digital (los usuarios de Internet y de las redes sociales se calculan en todo el mundo árabe en 60 millones) para ir destruyendo los mitos que la Sharia les infunde desde unos perniciosos radicalismos.
En la medida que nuestra civilización se debilite cultural y moralmente en la defensa de sus valores tradicionales irá dejando inexorablemente un mayor espacio en favor de quienes desean construir un paraíso celestial con la sangre de quienes, ayer como hoy, no practican la fidelidad a su dios de la guerra.