Las comillas suelen utilizarse en ortografía para enmarcar párrafos ajenos en los escritos propios, dando así crédito a los autores citados. De lo contrario es plagio. También se utilizan para resaltar palabras o expresiones que llevan consigo una cierta connotación ominosa, vulgar o de origen desconocido. En esta segunda categoría podemos enmarcar numerosas opiniones o actitudes que resultan extrañas o que despiden un tufillo de engaño, vulgaridad o que simplemente son una tomadura de pelo. Abundan aquí las afirmaciones que hay que leer con precaución y hasta con preocupación y que merecerían ponerse entre comillas.
Hablar, por ejemplo, de salud reproductiva o de educación sexual tendría que ir entre comillas. En efecto, en ese campo nada se cura y menos se educa; todo se reduce a la distribución de instrumentos mecánicos o químicos para impedir la fecundidad o prevenir el embarazo. Prácticas que actúan diametralmente en contra del significado obvio de las palabras. Nada de salud y menos de educación.
Referirse al aborto como a una interrupción del embarazo es un cruel eufemismo para ocultar la eliminación de una vida humana en gestación. Este cinismo encubierto merece las comillas al pretender encubrir la inherente culpabilidad en la aparente legalidad. Se completa el paquete de entrecomillados al llamar producto a lo concebido por una mujer, asimilando la gestación materna con la actividad mercantil. Equiparar la reproducción con la producción es humillar la maternidad.
Cuando se habla de la institución matrimonial se le suelen poner calificativos que llegan a ser ofensivos e injustos. Referirse al matrimonio tal y como lo entiende el sentido común y lo define la Academia de la lengua -la unión del hombre y la mujer-, ahora se tilda de lenguaje tradicional, conservador o retrógrado, además de homofóbico y discriminatorio. Pero resulta que son miles y millares y millones los que así viven, así han vivido, así quieren vivir y que así vivan sus hijos y sus hijas, porque así les ha enseñado la vida que disfrutan y quieren compartir. ¿Puede calificarse de actitud razonable pretender destruir una institución que les ha garantizado la actual subsistencia? Hay que mejorarla, no destruirla. Querer equipararse en todo con una institución a la que no sólo se desprecia sino que se quiere eliminar merece no solo comillas sino hasta corchetes.
Estos pequeños ejemplos se ubican en un contexto social que reclama libertad de pensamiento, pluralidad de costumbres, estado laico, derecho a la diversidad, respeto a las minorías y otras aspiraciones nobles de la modernidad. Pero resulta que todo eso sólo se quiere y reclama para sí mismo, no para los demás. Se quiere el estado laico pero para imponer la propia ideología, porque ¿qué es la ideología sino una religión laica? Se reclama el derecho a la pluralidad y se pretende la igualdad con quien no lo es ni lo puede ser. Se confunde la igualdad en dignidad con la igualdad somática. Se apela a los principios democráticos y se niegan los derechos de opinión pública y discrepancia a quien no piensa igual. Los medios informativos tienen precio y medran adoctrinando. Se ofrece gobernar para todos y se privilegian intereses particulares. Se justifica el ejercicio del poder apelando a las mayorías y cuando éstas aparecen se les trata de fanáticas y retrógradas. Menos se las escucha. Es de sobra sabido, aunque a veces olvidado, que los regímenes autoritarios comienzan modificando el lenguaje y se expanden imitando las instituciones que destruyen, eliminando a los opositores, legislando según su conveniencia, enseñoreándose y perpetuándose en el poder. Comprendemos por qué el señor Trump se fue tan complacido con nosotros.