Nos vamos dando cuenta de que el mundo se encuentra en una encrucijada, en un proceso de cambio que va a dar lugar a una nueva época. No sólo lo dice el Papa, pero Francisco es muy consciente de esta circunstancia y lo expresa a menudo y, sobre todo, está preparando a la Iglesia para este cambio que se presenta ante nosotros.
Tal vez a algunos les extrañe que la Iglesia tenga que evolucionar porque las sociedades o las condiciones varíen, ya que su mensaje es eterno, pero tras ese pensamiento se oculta una mentira terrible. Ni nosotros ni nuestros padres ni nuestros abuelos agotamos la riqueza de la Escritura, y cada generación está llamada a encontrar al Señor en la realidad que le es dada, que le corresponde vivir. La realidad, cuya esencia es el mismo Cristo, se nos da para crecer, y negarla carece de sentido.
Por supuesto que en todo momento aparecen bienes que se deben conservar, de la misma manera que los cambios, las crisis y las revoluciones se mueven con frecuencia por reacciones exageradas que no distinguen entre lo valioso y la escoria desechable; pero la Iglesia no puede enrocarse en el pasado, en la nostalgia: está en camino hacia un destino bueno y confía en el Señor de la historia.
Son muchas las notas por las que se distinguirá el pontificado de Francisco, pero me parece que una de los más importantes será la del “cambio tranquilo”. Es cierto que algunas personas, las más ligadas a la modernidad que se está quedando atrás, quieren dificultar esta transformación y buscan una y otra vez crear discordia y confusión introduciendo un mensaje ideológico que el Papa rechaza constantemente.
La presión de las ideologías resulta insoportable. La gente tiene una sed enorme de testigos, de personas sinceras y honestas que estén comprometidas con aquello en lo que creen. Se sospecha –y casi siempre con razón- de los discursos y de las normativas frías e impersonales y se anhela la presencia real de un amigo. Por eso Francisco nos anima siempre a ser testigos de Cristo, a dejar que Él se muestre, a enseñar a los demás que el cristiano no es el que sigue a un partido o a una corriente de pensamiento, sino aquel que es de Cristo.