Gracias a Dios, en muchas sociedades miles de personas, jóvenes o adultos, dedican buena parte de su tiempo y de sus energías para ayudar a otros.
Son personas que arriesgan mucho para salvar a emigrantes que naufragan en viajes promovidos por mercaderes que abusan sobre inocentes desesperados.
Son personas que se desvelan en los hospitales para atender a millones de enfermos necesitados de medicinas, de limpieza y de cariño.
Son personas que buscan medios para ayudar a inocentes que pasan meses y meses en la cárcel sin la menor asistencia legal.
Son personas que preparan comida y mantas para quienes sufren la miseria y vagabundean por las calles de ciudades o pueblos.
Son personas que queman sus cejas y sus corazones para preparar clases y escritos que permitan a los niños y jóvenes prepararse para los retos del mañana.
Son personas que ofrecen sus consejos y su paciencia a los que necesitan apoyo moral y espiritual.
Son personas que ofrecen, con respeto y con valentía, asistencia a las mujeres que piensan en abortar, para disuadirlas de un gesto que luego llorarían para siempre.
Esos voluntarios por la vida, especialmente por la vida de los hijos antes de nacer, son héroes humildes de un mundo que necesita justicia, esperanza, y, sobre todo, amor.
A ellos, gracias. Porque si no queda sin recompensa ante Dios un vaso de agua dado a un pequeño (cf. Mt 10,42), también ellos recibirán un premio magnífico del Padre que tanto ama a sus hijos buenos.