Hemos recordado a los fieles difuntos. A los propios y a los de todos. Algunos siguen doliendo mucho, sea por la cercanía del acontecimiento, sea por el afecto que nos unía a ellos, o también por la forma en que han fallecido, por ejemplo por violencia o por descuido.
Pero en la medida de nuestra fe en Cristo Jesús, junto a la tristeza debe estar muy presente la esperanza. Cristo aceptó la muerte en cruz, de la cual se podría haber librado, porque quiso ser obediente al Padre, y esto con total libertad. Cristo experimentó la angustia ante la pasión y la muerte que se acercaban, pero también la esperanza en la resurrección que vendría después. Así, ya resucitado, reanima la fe de los discípulos diciéndoles que “así tenía que suceder; era necesario que Él padeciera para así entrar en su gloria” y darnos la salvación.
Han muerto muchos de nuestros seres queridos, de nuestros amigos y conocidos. Nosotros también moriremos. Vivamos de manera que vayamos aprendiendo a morir: morir a cada día que llega a su fin. Dormir es en cierta manera morir. Morir a tantos proyectos que deben quedar serenamente en el pasado. No se trata de ser fatalistas, sino realistas. Pero también hemos de aprender a morir a criterios rígidos que nos dañan y dañan a los demás.
Y así podemos incluir muchos otros aspectos que implican el morir. Pero cada uno tenga la contrapartida del resucitar: despertar es en cierta manera resucitar; asumir nuevos proyectos, exigentes pero alcanzables; crecer en valores centrales para nuestra vida, que nos lleven a saber más, amar más, hacer más, en una perspectiva de trascendencia cada vez más alta, que incluya la relación con los demás, con la creación, con Dios Creador y Padre.
Pidamos a Dios que nuestros muertos estén gozando con Él la plenitud de la vida eterna; y que vivamos de modo que nos preparemos a una muerte que sea la puerta al gozo sin fin.