“Termina el Jubileo y se cierra la Puerta Santa. Pero la puerta de la misericordia de nuestro corazón permanece siempre abierta, de par en par.” Así sea.
Sin duda es así en el corazón de Dios, pero el nuestro -y en primer lugar para nuestro pesar- no siempre se muestra presto al abrazo, no siempre tiene el paso libre y el umbral despejado. Sin embargo, aunque esté cerrado a cal y canto el Señor encontrará la manera de penetrar, porque hasta en el alma más opaca surgen grietas… y es gracias a las grietas que penetra la luz.
Misericordia et misera es el nombre de la Carta Apostólica que Francisco ha publicado al final de este año jubilar que hemos celebrado. Como él mismo recuerda en las primeras líneas se trata de las dos palabras que San Agustín utiliza para comentar el encuentro entre Jesús y la mujer adúltera. Misericordia et misera. La Misericordia y la miserable.
Y, ¿quién es “miserable”? Nuestra lengua ha seguido los vaivenes moralistas de la modernidad y ha terminado por convertir muchas palabras cuyo origen no tenía un sentido despectivo en insultos, como pasa con “miserable”, “desgraciado” y otras; pero en su origen “miserable” indicaba a aquel digno de compasión. El pobre, el oprimido, el que sufre la injusticia, el que no alcanza la felicidad que anhela, el que clama con su sufrimiento a nuestro corazón; y cuando nuestro corazón responde hablamos de miser-i-cordia (de cordis: corazón): el corazón que se apiada del que es digno de compasión.
Visto así podemos decir que todos, en mayor o menor medida, somos miserables, y estamos vivos y somos cristianos porque nos hemos encontrado con una Misericordia que se ha apiadado de nuestra nada. Por eso San Pablo (Francisco lo recuerda) da gracias a Dios por la confianza que ha depositado en él “que antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí” (Tm 1, 12-13).
¿Qué pretendemos cuando nos mostramos severos con el pecador? ¿Acaso cualquiera de nosotros es tan puro que se atreve a poner trabas a la misericordia de Dios?
El Papa lo tiene claro (recordándonos bellos y atrevidos pasajes de Péguy): “No podemos correr el riesgo de oponernos a la plena libertad del amor con el cual Dios entra en la vida de cada persona.” Sería, me parece, un pecado terrible.
Publicado en El Observador de la actualidad