“Que la historia me lo demande, me atengo al juicio de la historia, la historia me absolverá” y otras expresiones semejantes son lenguaje de moda en la política actual. Así juran los que inician el desempeño solemne de un cargo o quienes pretenden justificar sus desaciertos al final de su encomienda o de su vida. Se someten así, dicen, al juicio de la historia, a la que hasta llegan a escribir con mayúscula, pero que jamás aparece sentada en su tribunal. ¿Quién es la historia para convertirse en juez? Tal como ahora se practica, se reduce a una narración de los hechos interpretados por los poderosos, con justificaciones y ocultamientos ideológicos para mantener el poder. Las miserias humanas se cubren con la toga del autoengaño para evadir el juicio de Dios.
Este es el lenguaje ficticio con que el hombre moderno quiere desvirtuar el Juicio final y sustraerse a su responsabilidad personal y social. “No hay Dios que me pida cuentas”, dice el impío en uno de los salmos. Este es el ateo práctico que ha eliminado a Dios de su horizonte vital y comunitario para refugiarse en una entelequia inoperante. Pero, ¿Quién pondrá orden en este desordenado universo? Alguien tiene que hacerlo. Así, por necesidad primaria, todos los sistemas ateos se convierten, en mayor o menor grado, en sistemas moralistas que se justifican diciendo: Como Dios no es capaz de evitar los males y sufrimientos de este mundo, sobre todo las injusticias contra los inocentes, nosotros lo haremos. Nosotros sí podemos. Piensan que esa es su misión cuasi sagrada en este mundo. Es lo que se llama ideología, sea de cualquier signo: socialista, comunista, capitalista, de género, revolucionaria o liberal. Esta es la matriz incubadora de los sistemas totalitarios y dictatoriales, pretenciosos y cínicos sustitutos de Dios, creadores de su propia moral.
En efecto, como la realidad es compleja y bastante complicada, se ven en la necesidad de desenredar esta madeja humana creando leyes y sistemas de gobierno y de control que pongan orden en este caos. Se elaboran entonces constituciones, cartas, leyes de gobierno tanto generales como regionales, reglamentos y leyes secundarias; se establecen tribunales, se crean cortes, jueces, procedimientos jurídicos, códigos, instituciones y todo ese entramado que suele llamarse “estado de derecho”, imagen y semejanza del sistema ideológico de donde proviene.
No todo esto es inútil, pero “si ante el sufrimiento de este mundo es comprensible la protesta contra Dios, la pretensión de que la humanidad pueda y deba hacer lo que ningún Dios hace ni es capaz de hacer, es presuntuosa e intrínsecamente falsa”, dice el Papa Benedicto XVI (SS 42). Si no puede poner remedio a los males el Dios verdadero, mucho menos lo podrá logar un pretendido usurpador. Si la ley humana no respeta la divina, es antihumana. El Papa nos remite a la historia reciente. De estas premisas se han derivado las más grandes tragedias de la historia, como son las guerras mundiales, el holocausto, los exterminios raciales e ideológicos y las persecuciones religiosas. Lo hemos vivido. Un sistema social que por principio excluye al Creador no puede entender, ni explicar, ni respetar a la creatura en su integridad. La negación de Dios es la ruina del hombre y de la humanidad. Concluye el Papa: “Un mundo que tiene que crear su justicia por sí mismo es un mundo sin esperanza. Nadie ni nada responde por el sufrimiento de los siglos”. Sólo el juicio de Dios es capaz de redimir todas las injusticias humanas y de crear esperanza.