“¿Qué cimenta la dignidad humana sino el hecho de que todos los seres humanos están abiertos hacia algo más elevado y más grande que ellos mismos?” (C. M. Martini)
Hace años, se publicó un libro con el título “¿En qué creen los que no creen? que recogía el intercambio de cartas publicadas en el primer número de la revista “Liberal”, entre el escritor Umberto Eco y el cardenal Carlo María Martini. Despertó un gran interés entre los lectores y la prensa italiana se hizo eco debido a los temas tratados a lo largo de un año. A modo de diálogo epistolar debatieron algunos de los valores que se cuestiona el ser humano contemporáneo: los confines de la vida humana según la teología, el desafío tecnológico, el sentido de la fe, tanto para quienes creen como para quienes no creen (o creen que no creen), etc. Fue un magnífico ejemplo de respeto mutuo y comprensión. A este intenso epistolario público se sumaron otros: dos filósofos, dos periodistas y dos políticos
Umberto Eco dejó patente a lo largo de los años, en muchos de sus artículos, su crítica a la sociedad actual, es el retrato de una sociedad compleja y aparentemente desnortada hecho desde el escepticismo de un humanista que utiliza su humor incisivo. En el artículo “La sociedad líquida” advierte sobre cómo el imperante subjetivismo “ha minado la modernidad, la ha vuelto frágil y eso da lugar a una situación en la que, al no haber puntos de vista, todo se disuelve en una especie de liquidez.”
Volviendo al epistolario cruzado con el escritor, el cardenal Carlo María Martini, de gran talla intelectual, le dirige una pregunta sobre el fundamento último de la ética para un no creyente. Es interesante destacar lo siguiente: “Me gustaría que todos los hombres y las mujeres de este mundo tuvieran claros fundamentos éticos para su obrar y estoy convencido de que existen no pocas personas que se comportan con rectitud, por lo menos, en determinadas circunstancias, sin referencia a un fundamento religioso de la vida. Pero no consigo comprender qué tipo de justificación última dan a su proceder.” En su carta de respuesta, Umberto Eco destaca que, cuando los demás entran en escena, nace la ética. Que no se trata de una vaga inclinación sentimental sino de una condición básica. Son los demás, es su mirada, lo que nos define y nos conforma. Y hace una sugerente pregunta: “¿Por qué sustraer al laico el derecho de servirse del ejemplo de Cristo que perdona?” No puede olvidarse que el perdón es genuinamente cristiano.
A lo largo del libro se habla de cómo convivir en las democracias y se resalta que algunas corrientes de opinión y, por lo tanto, las confesiones religiosas también, pueden intentar influir democráticamente en las leyes que no se consideren éticas. Y en esto consiste, según Carlo María Martini, “el delicado juego democrático que prevé una dialéctica entre opiniones y creencias, con la esperanza de que tal intercambio haga crecer esa conciencia moral colectiva que subyace a una convivencia ordenada.” Pero ¿la ética es por sí misma suficiente? ¿Constituye el horizonte único del sentido de la vida y de la verdad? Ya conocemos la pregunta del escéptico Pilato a Jesús “¿y qué es la verdad?” pero no esperó su respuesta ya que no estaba realmente interesado en conocerla. Afirma el cardenal Martini: “La cuestión de la ética está unida al problema de la verdad; tal vez se vea aquí una señal de las serias dificultades que gravan sobre el pensamiento contemporáneo, precisamente para afirmar que nada puede ser fundamentado y que todo puede ser criticado.”
Todo esto pesa sobre la juventud actual que es engañada por una cultura que les dice que son libres y, por ello, deben experimentar todo aunque esto les pueda conducir a la desesperación, al dolor y a la muerte. Y, por supuesto, puede darse un cierto clima de fácil optimismo: las cosas se van arreglando por sí mismas, que enmascara el dramatismo de la presencia del mal y apaga el sentido de la vida moral como lucha, como verdadero esfuerzo que puede conducir por otros caminos más humanos.
Y, para finalizar, me voy a referir a algo que leí recientemente ya que tiene cierta relación con todo lo escrito hasta aquí. Es muy sugerente lo que dice David Gelernter, un profesor de la universidad de Yale que es un genio de la computación, una especie de estrella del rock de la era digital. Además de genio informático es un filósofo. Explica cómo un ordenador, por potente que sea, desde el punto de vista filosófico es un zombi. No puede generar un mundo interior, una vida espiritual propia, un paisaje mental único. Dice: “Hemos llegado a un punto en el que corremos el peligro de sacrificar el humanismo en el altar de la tecnología y la devoción por la ciencia.” Opina que, con la inteligencia artificial, el ser humano actual cree que ha encontrado la piedra filosofal y realmente seguimos sin entender qué es la conciencia. Afirma: “El sentimiento más reprimido y ocultado en la vida pública del mundo occidental es la fe en Dios. Pero no se puede matar a Dios.” Nada que añadir a esta afirmación.