Un mito puede exaltar a un personaje hasta convertirlo en una especie de ídolo, o denigrarlo como si fuese un peligro para los demás.
Escritores y oradores lo alaban por su inteligencia, su fuerza, su oratoria, sus conquistas, sus luchas, sus aventuras, sus victorias, su fama, su permanencia en el poder.
Otros, no faltan enemigos, lo vituperan, lo denigran, lo rechazan, lo condenan por sus errores, sus fracasos, sus injusticias, sus violencias.
Dicen que la historia hará su juicio. La historia, sin embargo, no existe como entidad abstracta. Hay historiadores. Muchos de ellos no consiguen acceder de modo adecuado a los documentos. Otros, por desgracia, están heridos por prejuicios ideológicos.
Más allá de los veredictos de los historiadores y de las opiniones a favor o en contra formuladas por la gente, el personaje mítico tiene una conciencia y debe responder ante el único Juez imparcial: Dios.
Porque solo ante el Juez definitivo, ante quien conoce los pensamientos de los corazones, se llega a sentencias basadas no en impresiones ni en engaños, sino en la verdad completa y definitiva.
Ríos de comentarios giran sobre un personaje mítico. Un día descubriremos quiénes estaban más cerca de la verdad, y quiénes se dejaron llevar por la fascinación, o por sentimientos e intereses arbitrarios y dañinos.
Solo a la hora de la muerte el personaje mítico llegará al juicio que lo decide todo. Quien haya vivido honestamente y según el amor, alcanzará una corona eterna. Quien haya caído bajo el pecado y la injusticia, podrá ser salvado solo si se humilla e invoca la misericordia divina…