A pesar de todas las limitaciones y de los fallos en que se pudo incurrir, por un elemental sentido de la justicia, hay que reconocer que naciones enteras, pueblos jóvenes del tercer mundo, deben su desarrollo, al menos su inicio en el desarrollo, a la caridad desconocida y desinteresada de miles de misioneros y religiosos que lo dejaron todo por amor a Jesucristo y a sus semejantes.
¿Quién puede negar que se ocuparon – y se siguen ocupando en la actualidad – de hospitales, escuelas, centros de formación profesional, enfermos desahuciados, niños abandonados, ancianos, etc. cuando nadie se ocupaba de ellos?
¿Quién defendió como la Iglesia, en múltiples documentos, al proletariado que emergió de la revolución industrial, dejando claros sus derechos humanos? Con una defensa leal, sin excitar el odio de clases, para tratar de que quedasen garantizadas sus condiciones laborales de una manera justa.
Igualmente, el mundo de la cultura, el derecho natural, la familia, el derecho de los padres a la educación de los hijos, por citar otros campos, han encontrado en la Iglesia una constante defensora.
Por otra parte, la Iglesia no ha hecho nunca de la reforma social el primer punto de su programa de acción. La sociedad fue fermentando poco a poco, influida por el cristianismo, como por un plano inclinado, no de forma violenta. De una manera gradual, la esclavitud fue abolida igual que pasó con los crueles juegos del anfiteatro; de una forma gradual fue desapareciendo la servidumbre en la Edad Media. Y, al mismo tiempo, el hombre aprendió a respetar más a la mujer; comenzó a compadecerse de los menesterosos; la educación se fue generalizando. No puede olvidarse el gran papel que desempeñó en el mundo de la cultura. En cuanto al aspecto jurídico, las leyes fueron suavizándose. Fue un proceso gradual, esta es la forma en que la levadura actúa.
Hitler y Stalin quisieron “crear” una nueva humanidad. Jesucristo vino al mundo para hacer una nueva humanidad. Pero hay una gran diferencia, Cristo, por ser Dios, es Creador del hombre y conoce al ser humano en lo más íntimo. Su intención es perfeccionar y elevar la naturaleza humana. Procede de tal manera que solicita al ser humano sin coacción, respetando su ser y, por tanto, esperando una respuesta libre.
En nuestra época se habla y se escribe mucho sobre los derechos humanos, es la época de los humanismos. Y, también, paradójicamente, es la etapa histórica en la que el ser humano se ha rebajado a niveles insospechados, sus derechos han sido conculcados como nunca y la violencia se ejerce de forma generalizada. Es, como dijo san Juan Pablo II, “el drama del hombre amputado de una dimensión esencial de su ser – el Absoluto – y puesto así frente a la peor reducción del mismo ser”.
En su encíclica “LAUDATO SI”, dice el Papa Francisco: “Es preocupante que cuando algunos movimientos ecologistas defienden la integridad del ambiente, y con razón, reclaman ciertos límites a la investigación científica, a veces no aplican estos mismos principios a la vida humana. Se suele justificar que se traspasen todos los límites cuando se experimenta con embriones humanos vivos. Se olvida que el valor inalienable de un ser humano va más allá del grado de su desarrollo. De este modo, cuando la técnica desconoce los grandes principios éticos, termina considerando legítima cualquier práctica. La técnica separada de la ética difícilmente será capaz de autolimitar su poder.”
La Iglesia siempre ha urgido a los hombres a que actúen con justicia, ha estimado el progreso material, cultural, social, etc. Pero, al actuar en este ámbito, no olvida que todas estas realidades están relacionadas con la consecución del fin último sobrenatural ya que el objeto de la esperanza cristiana trasciende absolutamente todo lo terreno. Principalmente, es misión de los laicos contribuir con todas sus fuerzas a una promoción de la justicia en el mundo, actuando con responsabilidad personal. No obstante, la Iglesia ha promovido, a lo largo de los siglos, instituciones temporales de benéfica influencia pero con carácter de suplencia, allí donde la iniciativa privada o el Estado no llegaban.
La Iglesia, con su magisterio, proporciona a los laicos, no unas concretas soluciones, sino la fuerza y el vigor para buscar con responsabilidad y constancia – con la constancia y generosidad que se consiguen al acercarse a Dios – las diferentes y nuevas soluciones que requieren los problemas planteados por la convivencia humana y la tensión de las mismas fuerzas sociales.