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Autorreferencia y clericalismo

Desde que sigo al hoy Papa Francisco, todavía siendo Arzobispo de Buenos Aires, le he escuchado insistir una y otra vez sobre el peligro del clericalismo, de la Iglesia autorreferencial que se encierra en sí misma, en su lenguaje y en sus problemas.

Recuerdo especialmente una homilía del año 2012 en la misa de clausura de un encuentro de la Pastoral Urbana de Buenos Aires. Comentaba entonces un pasaje de San Marcos en el que los fariseos recriminaban a Jesús el haber comenzado a comer sin realizar el rito de lavarse las manos. El Señor les recordó las palabras de Isaías: “Este pueblo con los labios me honra, más su corazón está lejos de mí. En vano me honran enseñando como doctrinas mandamientos de hombres.” De la misma manera, señalaba Bergoglio, los hay que dan la espalda a los que sufren, a los que tienen por impuros, llenándose de argumentos morales y sutiles teologismos: “Ustedes recorren medio mundo para buscar un prosélito y después lo matan con todo esto. Alejaron a la gente”.

El pasado 15 de enero volvía a retomar esta cuestión a través del testimonio histórico de Juan el Bautista que, lejos de atraer a la gente para contarles sus ideas -por muy atinadas que le parecieran o por muy orgulloso que estuviese de su claridad- señala a Cristo por encima de la multitud para declarar: “¡Este es el Cordero de Dios!”

Necesitamos insistir en esto una y otra vez: Cristo es el centro de la vida del cristiano y lo que necesitamos es fijar nuestro deseo en Él. Nuestro corazón, señalaba San Agustín, está inquieto hasta que no descansa en Dios. Él es el objeto para el que está hecho nuestro deseo y sólo Él cumple la naturaleza humana. La cuestión es decisiva: o somos testigos de Dios o lo somos de nosotros mismos.

Y a veces, cuando discutimos con otras personas sobre problemas morales o cuestiones sociales o políticas en las que se pone en juego la palabra de la Iglesia, cabe preguntarse: ¿damos testimonio de Cristo o sólo nos preocupa quedar por encima, hacernos los listos, tener razón? Tal vez antes que intentar convencer con las palabras, con argumentos y silogismos debemos presentar humildemente a Cristo, porque no podemos ser nada más en la vida, nada más importante ni más digno, que sus testigos.