Por Arturo Zárate Ruiz | Tras la elección de Trump y la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea, el diccionario Oxford pareció por fin descubrir que la sociedad actual es una en que “los hechos son menos influyentes en la conformación de la opinión pública que las alusiones a las emociones o a las creencias personales”, y por ello eligió “posverdad” como palabra del año 2016, como si cuatro siglos de pensamiento moderno no se hubieran dado ya en que los “grandes intelectuales” dudan y aun niegan la posibilidad de la verdad y se refugian en la subjetividad. Lo hizo Descartes al fiarse sólo en el mundo de sus ideas; Hume, al no admitir más que sus muy personales percepciones, y Kant, al proclamar una “revolución coperniquiana” en que lo interesante es investigar los contenidos mentales, no las cosas. No es nueva la frase de Campoamor: “En este mundo cruel no hay verdad y mentira, todo es según el color del cristal con que se mira”.
Traigo esto a cuento porque el sábado 28 de enero recordamos, en la Iglesia Católica, al más grande de nuestros filósofos, a santo Tomás de Aquino, un hombre que destacó por acercarse a las cosas con realismo, en vez ignorar los hechos, fantasear y retraerse en sus experiencias personales. Lo hizo incluso al estudiar su misma sensibilidad: no se abandonó a simplemente sufrirla, investigó acerca de qué se trataba. Lo hizo, por ejemplo, con las emociones.
Así, no se quedó en una descripción de la tristeza como mero estado afectivo, según muchos diccionarios:
“El término tristeza es utilizado para designar a una de las sensaciones o emociones más típicas y básicas que solemos sentir los seres humanos, consistiendo de un estado anímico con un alto contenido negativo en el que la persona que lo padece se siente abatida, con ganas de llorar constantemente y una bajísima autoestima, es decir, no se siente ni lindo/a, ni inteligente, ni preparado para hacer nada importante por su vida. La tristeza se caracteriza entonces por ser un generador de estados o sentimientos de desazón, aflicción, pena, angustia, preocupación y pérdida de energía o de voluntad.”
Santo Tomás explicaría más bien la tristeza y las otras emociones según la relación de un sujeto con la realidad. En su estudio sobre las pasiones en la Suma de Teología dice:
“Respecto a los apetitos, el bien tiene, por así decirlo, una fuerza atractiva, y el mal, una fuerza repulsiva. El bien, pues, primero causa…una inclinación hacia el bien, lo cual pertenece a la pasión del amor, a la que corresponde como contrario, por parte del mal, el odio. Segundo, si el bien no es aún poseído, le comunica un movimiento al apetito para conseguir el bien amado, y esto pertenece a la pasión del deseo o concupiscencia. Y en el lado opuesto, por parte del mal, está la huida o aversión. Tercero, cuando se ha conseguido el bien, produce una cierta quietud del apetito en el bien conseguido, y esto pertenece a la delectación o gozo, al cual se opone, por parte del mal, el dolor o la tristeza.”
Por otro lado, las pasiones del irascible presuponen la aptitud o inclinación para procurar el bien o evitar el mal por parte del concupiscible, que mira al bien o al mal absolutamente. Y respecto del bien aún no conseguido, están la esperanza y la desesperación. Respecto del mal aún no presente, están el temor y la audacia. Mas respecto del bien conseguido, no hay pasión alguna en el irascible, porque una vez conseguido ya no tiene razón de perseguirlo. Pero del mal presente surge la pasión de la ira.”
“Así, pues, es evidente que en el concupiscible hay tres combinaciones de pasiones; a saber: amor y odio, deseo y huida, gozo y tristeza. Igualmente hay tres en el irascible; a saber: esperanza y desesperación, temor y audacia, y la ira, a la que no se opone ninguna pasión. Hay, por tanto, once pasiones diferentes en especie: seis en el concupiscible y cinco en el irascible, bajo las cuales quedan incluidas todas las pasiones del alma.”
Con este análisis, este santo nos permite averiguar si nuestra “tristeza”, cuando la sufrimos, es real, o más bien es una chifladura. Real sería de perder un verdadero bien amado; chifladura, si responde a caprichos o fantasías.
Habría que agregar que santo Tomás de Aquino de ningún modo reduciría el bien ni aun la belleza a la mirada del espectador. El bien lo fundaría en la perfección del ser. Con un realismo como el suyo caemos en cuenta que no nos conviene comprar un coche sin ruedas, sino con ruedas. En cuanto a la belleza, santo Tomás de Aquino la identificaría con el bien mismo, con la única distinción de que el bien se quiere mientras que la belleza se contempla y admira.
Y la verdad la definiría como la adecuación del intelecto con la cosa, pero en dos sentidos. Primero, se refería a la adecuación que nuestras ideas deben tener en su referir y dar cuenta de lo que son en sí las cosas. Si mi idea es que este gato es una liebre, entonces mi idea es falsa. Segundo, se refería también a la adecuación de la cosa a la idea de su creador. Un lápiz que no escribe no es un verdadero lápiz, pues no cumple con el diseño que le dimos. Del mismo modo, un hombre que engaña a su esposa no es un hombre verdadero porque no ha cumplido con el diseño de su Creador: es menos que hombre por no haber aprendido a amar.
Celebremos, pues, en esta semana el realismo de santo Tomás de Aquino.