A veces pienso que, hoy el ser humano, vive en una permanente sensación de derrota; a juzgar por los diversos ambientes desilusionantes y egocéntricos que nos sacan de quicio. El aluvión de enojados es tan fuerte, que no hay esquina del mundo, donde los moradores muestren un semblante de satisfacción. Todo el mundo parece quejoso, resentido, sin horizontes, con ganas de armarse y de rearmarse para imponer sus doctrinas más populistas, o sea, más interesadas. Aprovechando este caos de cambio de época, con lo que esto conlleva de desorientación, hay líderes que no vacilan en sacrificar al pueblo, a la ciudadanía de la que presumen y aglutinan como encantadores de serpientes, con tal de injertar un futuro tan efímero como inhumano. Sea como fuere, de un tiempo a esta parte, la propaganda y la mentira nos desbordan y la población anda confundida, sin criterio, para poder formarse su distintiva opinión y poder así discernir. No es de recibo regresar a otros tiempos cargados de sufrimiento, deberíamos despertar y propiciar otros entendimientos más de donación que de fortuna. Ojalá avivemos una moral comprensiva, respetuosa, que pueda producir lazos que nos unan. Por desgracia, hay demasiados gobernantes asentados en el poder, no en el servicio, conducidos por la avaricia del beneficio y guiados por una conciencia totalmente corrupta. El caso del corrupto que, por su endiosado hacer, ya se cree un ganador, no importándole dejar perdedores a su paso, es el prototipo de ferocidad más salvaje que una especie puede desarrollar.
Humanamente ya estamos hartos de tantas dominadores, que han hecho del poder el mayor negocio de su vida. Para empezar cuesta creer este desmembramiento de la familia, de los hijos con los padres, del amor entre los cónyuges, donde todo se confunde y se hace ideología, con lo que esto conlleva de disgregación y de preocupante carencia, algo que pesará posteriormente durante toda la existencia. Por mucho que quieran adoctrinarnos los del pedestal, lo innato forma parte de nuestro propio medio, y todo ha de hacerse y rehacerse en linaje. Es lo natural de una civilización nacida para crecer en el amor, no en las discordias, como ahora pretenden muchos gobernantes trasladarnos, sin respetar la genealogía de la persona, la entrega sincera de sí mismo. Efectivamente, ante el referente de tantas familias desunidas, el desconcierto está servido en bandeja mundana. Junto a esta deshumanización todo se torna más individual y personal. Qué lejos queda aquel «nosotros», representación de una familia apiñada, donde el padre y la madre eran uno, indivisibles y para toda la eternidad. Cuando falta esa comunión de personas difícilmente se puede construir algo. Todo se enferma, y lo que era una alianza entre generaciones, llega a convertirse en una batalla de miserias.
Así, volvemos una y mil veces a rivalizar entre culturas, creencias o etnias, lo que es una derrota para todos. Dejamos en el tintero aquello que es una realidad, que a través de la familia discurre nuestra propia historia. El amor nos vincula a todos. Por eso, tampoco es de recibo la aplicación de la pena de muerte, por muy fuerte que sea el quebrantamiento. Estamos llamados a querernos. Este método de ejecución, por si mismo, es una violación a nuestra existencia humana, debido al dolor y sufrimiento que causa y no repara. De un plumazo destruye toda una vida, cuestión caprichosa y discriminatoria, o incluso la misma cadena perpetua, que es una pena de muerte oculta, tiene bien poco sentido humano. Lo suyo sería rehabilitar comportamientos, interiorizar éticas, disuadir conductas irracionales, revivir humanidad y no incitar a la venganza que jamás nos va a conducir a buen puerto. Es verdad que los tiempos presentes ayudan bien poco a generar sosiego. Lo armónico apenas se considera. Por otra parte, aún pensamos que los males sociales se curan con la penalización, como era típico en las sociedades primitivas. El populismo penal le importa nada la inclusión social, al igual que al populismo político le importa tampoco nada, el mundo de la marginalidad. La legión de oportunistas del momento se están haciendo de oro a cuenta de los pobres. Y lo peor de esta situación, es que se creen unos triunfadores, cuando en realidad son unos auténticos corruptos, que no se casan con nadie, tan solo con las apariencias, con las complicidades más insociables.
Todas estas bochornosas situaciones, que se vienen repitiendo a lo largo de nuestro caminar por la tierra, lo que subrayan es el poco avance hacia el encuentro del ser humano consigo mismo, y la confrontación que perennemente nos echa abajo como seres dignificados y pensantes. Cuántas veces hemos repetido ¡nunca más la guerra!, y han brotado mil contiendas, fruto de nuestro fracaso de autenticidad. ¡Qué se acabe el lenguaje de la mentira!. Toca interceder, no avivar el odio. Ya en su tiempo lo decía el inolvidable filósofo y escritor francés, Jean Paul Sartre (1905-1980): «Basta con que un hombre odie a otro para que el odio vaya corriendo hasta la humanidad entera». Lo saludable es cultivar el diálogo con humildad, incluso -como ha recordado el Papa Francisco- » a costa de tragar quina, porque es necesario evitar que en nuestro corazón se levanten muros de resentimiento y rencor». Ciertamente, hay que aplaudir cualquier ronda de negociación que contribuya a conversar sobre algo tan primordial como la concordia. En este sentido, debemos aplaudir aquellos escenarios que instan a trabajar juntos.
Los referentes y referencias pueden ayudarnos a tomar aliento. Al respecto, me viene a la memoria, que hace sesenta años, inspirado en un sueño de un futuro pacífico, común, los miembros fundadores de la UE se embarcaron en un viaje ambicioso de la integración europea, con la firma de los esperanzadores Tratados de Roma. Se pusieron de acuerdo para resolver sus conflictos en torno a una mesa, en lugar de hacerlo en los campos de batalla. Como resultado de ello, la experiencia dolorosa del pasado turbulento de Europa, ha dado paso a una paz que abarca siete décadas y a una alianza de 500 millones de ciudadanos que viven en libertad, con la oportunidad de poder realizarse en una de las economías más florecientes del mundo.
A propósito, pienso que el sesenta aniversario de los Tratados de Roma, el 25 de marzo 2017, puede ser una ocasión propicia para que los líderes de la UE-27 reflexionen sobre la situación actual del proyecto europeísta, para considerar sus logros y fortalezas, así como para activar las áreas para una mejora adicional, y poder dar forma a un porvenir más humano para todos, sin tantas desigualdades. Desde luego, si en verdad queremos salir vencedores como especie, tal vez debiéramos rejuvenecer nuestra dimensión social con la fortaleza más humana, profundizando en aquello que nos hermana, con el aprovechamiento de la globalización, sabedores de que dialogar no es fácil, es muy difícil entre tantas diversidades. De todos modos, sólo con la tenacidad y la pasión pueden construirse vías de comprensión y no murallas que nos alejan. En cualquier caso, una derrota peleada tiene más eco que un triunfo casual. Además, lo importante es vencerse a sí mismo y convencerse de que todos ganamos cuando nos amamos y de que todos perdemos cuando mutuamente nos aborrecemos. De ahí, que la reconciliación sea la más auténtica hazaña de progreso. Aproximarse al análogo, por consiguiente, es el más bello laurel. Cooperemos y colaboremos para que así sea.