Hay dolores que llegan a lo más íntimo del alma. La muerte de un familiar o un amigo, la noticia de una enfermedad incurable, la pérdida del trabajo, el desprecio de un conocido, las calumnias por la espalda, la injusticia que amenaza con destruir la paz interior.
Son momentos en los que poco pueden hacer los cercanos. Cualquier palabra parece insuficiente. El silencio se hace pesado y duro. No encontramos modos para romper el hielo y acercarnos a quien ahora necesita un buen consuelo.
Son momentos en los que solamente un corazón inmenso, divino y humano al mismo tiempo, puede aliviar plenamente. Porque un dolor casi infinito necesita recibir un consuelo insuperable: el que viene de Dios.
Resuena entonces la voz de Cristo, la que escucharon hombres y mujeres de Judea y Galilea:
“Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,28‑30).
En Jesús, Hijo de Dios e Hijo de la Virgen María, se hace realidad el grito del Padre. “Consolad, consolad a mi pueblo -dice vuestro Dios-. Hablad al corazón de Jerusalén y decidle bien alto que ya ha cumplido su milicia, ya ha satisfecho por su culpa, pues ha recibido de mano de Yahveh castigo doble por todos sus pecados” (Is 40,1‑2).
Sí: Dios mismo desea consolar a quienes ahora lloran por dolores íntimos, únicos, intransferibles, como el de tantas madres que ven morir a sus hijos más pequeños. Los sufrientes de todos los tiempos escuchan nuevamente Su Palabra:
“Porque así dice Yahveh: Mirad que yo tiendo hacia ella, como río la paz, y como raudal desbordante la gloria de las naciones, seréis alimentados, en brazos seréis llevados y sobre las rodillas seréis acariciados. Como uno a quien su madre le consuela, así yo os consolaré (y por Jerusalén seréis consolados)” (Is 66,12‑13).
En el llanto que une a millones de seres humanos, una Cruz y un Sepulcro vacío nos recuerdan: Cristo también murió a nuestro lado, y resucitó para nuestra salvación completa. Así nos ofrece una vida que nadie podrá arrebatarnos, y un consuelo que es plenamente humano y plenamente divino.
Por Fernando Pascual