Afortunadamente no vivimos ya los tiempos de los cristeros. Los clérigos ya no tienen que esconderse o arriesgar su vida para atender a su grey. Es más, ya se les reconoce su ciudadanía, y su derecho a votar y de adquirir propiedades. Ya no están prohibidas las procesiones fuera de un templo. Y aunque la libertad religiosa no pueda ejercerse todavía en México con la facilidad propia de otros países, no es raro escuchar a sacerdotes o personas de vida consagrada opinando, sin sentirse cohibidos, sobre asuntos concretos de política nacional: que Ayotzinapa, que el gasolinazo, que la apertura de Pemex a la inversión extranjera, que las negociaciones de Peña Nieto con Trump, que la intervención de las fuerzas armadas en labores de seguridad, etc.
Que los clérigos no se amedrenten ya a la hora de hablar, y lo hagan sin pelos en la lengua, es buenísima noticia porque indica que hemos crecido en libertad en México. Pero que los clérigos tomen partido sobre asuntos políticos concretos, ¿es siempre conveniente?
Antes de responder quiero dejar en claro que de ningún modo pienso como los brutos que odian la religión, quienes además detestan cualquier manifestación política por parte de los que profesamos públicamente nuestra fe. Nada de dejar nuestro amor a Dios en la sacristía. De ningún modo podemos en ningún ámbito ignorar su Palabra, que es Verdad, y menos aún en la promoción el bien común. De hecho, los laicos debemos participar en la política y aun en la política partidista, que es la vigente, para resolver con nuestras acciones y fe los problemas de las comunidades a que pertenecemos. Y aun los clérigos y religiosos, con su predicación, pueden recordarnos la doctrina cristiana para echar luz a toda política.
Con todo, sí creo que los clérigos y los religiosos deben evitar el tomar partido, públicamente, por una solución concreta, aun cuando sea válida cristianamente. Hay varias razones para ello.
Primero, así lo ordena el Código Canónico, que es la ley positiva de la Iglesia: “No han de participar [los clérigos] activamente en los partidos políticos”. Que un cura apoye públicamente la solución admisible de un partido (por ejemplo, cobrar IVA parejo) sobre la solución de otro, también admisible (no cobrar IVA en las medicinas), lo implica. La Iglesia prohíbe este tomar partido por el peligro de que el cura pierda su rol de ser “todo para todos”, según puso el ejemplo san Pablo, para convertirse en servidor de un solo grupo de cristianos, y en enemigo de los otros cristianos. Sería como si un párroco instruyese a su rebaño que cante sólo rancheras pero no pop. Ganaría tal vez la simpatía de quienes aman a Vicente Fernández, pero alienaría a los seguidores de Emmanuel. Como líder religioso, y como ministro de los sacramentos del Señor, un sacerdote debe servir a todo el pueblo de Dios, independientemente de las preferencias políticas (o artísticas) admisibles de cada fiel. Como pastor al que se le ha encomendado una grey, debe ser factor de unión y no de separación de sus ovejas.
Además, la ordenación sacerdotal convierte a los clérigos en líderes religiosos y no en líderes políticos. Aunque llegasen a gozar de mayor preparación e inteligencia en asuntos políticos y económicos que muchos de nuestros senadores y diputados (y muchas veces ocurre así), por haber abrazado el estado religioso los clérigos deben abocarse a ofrecer a la población lo que ninguna otra persona puede ofrecerle: los sacramentos. Para soluciones políticas, sobran los vendedores.
Así mismo, que un clérigo instruya a los fieles sobre cómo votar o cómo arreglar concretamente un asunto, disputado, en la ciudad, abonaría en el clericalismo, el cual el papa Francisco ha condenado en muy diversas ocasiones, ya si los fieles buscan en el cura las soluciones concretas a su vida, o ya si el cura quiere imponerlas a su grey. En cierto modo, una vez cumpliendo los diez mandamientos, y el mandamiento supremo del amor, los fieles somos libres de escoger muchos caminos y los curas no sólo deben dejarnos a los laicos en libertad, sino además defender y promover esa libertad, aun la política. Ama y haz lo que quieras, dijo san Agustín. Y puso el ejemplo al negarse asumir el rol de alcahuete, de arreglador de matrimonios. Que cada fiel asuma la responsabilidad que le corresponda.
En fin, los clérigos han de seguir el ejemplo de Jesús. En una ocasión, uno de sus oyentes le pidió: “Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia”. “Jesús—dice Lucas— le respondió: ‘Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?’”. Aunque Jesús podía con su supremo poder arreglar el pleito entre estos dos hermanos, Jesús se negó a hacerlo, pues les correspondía a estos hermanos arreglarlo por sí solos. Buena la haríamos si cada fiel le pidiera a Jesús “Diosito, está sucio mi coche, límpialo”, “Diosito, no he acabado mi trabajo, hazlo Tú”, “Diosito, mis hijos no han ido todavía a la escuela, llévalos Tú”. No dudo en el poder de “Diosito” para nada. “Diosito” puede arreglarlo todo, pero no lo hará porque quiere que nosotros crezcamos como personas y aprendamos a arreglar nuestros problemas por nuestra cuenta en la medida que nos corresponda lograrlo.
Promueva el clérigo esta responsabilidad en cada uno, y cuando mucho ilumínenos con la buena doctrina para que cada cual, independientemente de la opción que elijamos, obremos bien. Por ejemplo, Jesús advirtió al “amigo” que lo increpó: “Cuídense de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas”. Sin proscribir cualesquier modos que pudiesen estos hermanos arreglar su pleito, Cristo simplemente los previno contra los peligros de la avaricia. Háganlo del mismo modo los curas.
por Arturo Zárate Ruiz