Caminamos, incluso corremos, hacia una meta. De repente, una zancadilla. Todo al suelo por culpa de un bromista que pasaba por ahí.
En la vida hay personas a las que les encanta torpedear todo aquello que hagan otros. Ponen zancadillas a diestra y siniestra, crean obstáculos innecesarios, molestan con una insistencia sorprendente.
No importa si algo produjo beneficios. Esas personas miran simplemente los defectos, las supuestas faltas de prudencia, los errores en el camino, los retrasos, las manchas negras…
Las zancadillas llegan puntuales, a causa de personas que tienen un ojo especialmente dotado para destacar las sombras, aunque junto a ellas haya hermosos rayos de luz.
También eso ocurre en la Iglesia. ¿Un éxito en la catequesis? Protestas por los costos de luz. ¿Se difunde el boletín parroquial? Seguro que es de baja calidad. ¿Gustó la homilía este domingo? Obvio, si el sacerdote se dedica a hablar sin teología…
No faltará quien diga que quienes así actúan ayudan a mejorar algunas cosas. Si todo fuesen alabanzas, no habría mejoras en la ortografía de los boletines o en la calidad de las fotos de la página de Internet.
Pero esa ayuda solo tiene sentido si está acompañada de una actitud sanamente benévola, que reconoce los logros de tantas acciones orientadas al servicio del prójimo y al anuncio del Evangelio.
En un mundo competitivo, donde no faltan envidias, golpes bajos, traiciones y luchas por ocupar los primeros puestos, hace falta una buena dosis de ternura, apoyo y, también, comprensión ante quienes tienen, como todos, sus defectos.
Nada es perfecto. Todo puede mejorarse. Pero ello no impide tener una actitud de verdadera caridad cristiana, que ve más allá de los defectos y problemas, y que reconoce los frutos de quienes se dejan guiar por Dios en el servicio diario, humilde y sacrificado de sus hermanos.
Por Fernando Pascual