Coinciden los autores de lustre y renombre en que el fin de la modernidad se recordará en los tiempos venideros por el auge desmedido de un pensamiento ideologizado y antirrealista. Un pensamiento, pues, que prefiere sus andamiajes conceptuales prefabricados a mirar al mundo a la cara y a entenderlo tal y como es. Nada le cuesta tanto a un posmoderno al uso como abrir los ojos y que el estado real de las cosas le contradiga en algo. Si esto le sucede tendrá que apresurarse a “metainterpretar” lo que hay para que le congenie con sus razonamientos deshidratados.
Ya lo decía Dostoeivski a finales del XIX: parece que hemos nacido de una idea y que sólo nos cabe vivir en fantasías abstractas. Déjennos sin un esquema simplón al que seguir y nos sentiremos irremediablemente perdidos.
A la Iglesia -al Pueblo de Dios-, lleve mitra o pantalón vaquero, le pasa tres cuartos de lo mismo: que le cuesta respirar fuera del aire contaminado e industrial de las ideologías. Sin embargo, los cristianos sufrimos aquí un problema especialmente grave que nos daña sobremanera, y es que conciliar el mensaje de Cristo con cualquiera de los discursitos al uso es francamente complicado. Supone renuncias: en concreto la renuncia a la verdad.
Francisco lo dice de forma más contundente: “Si un cristiano se convierte en discípulo de la ideología ha perdido la fe”. Lo que quiere decir que una cosa y la otra son más o menos incompatibles. Aún así yo ya apenas conozco católicos de los que tienen fe y no ideología, porque cada vez parece que es más urgente elegir si uno es católico “conservador” y “de derechas” o católico “progresista” y “de izquierdas”. Además, esto lleva aparejada una determinada postura respecto a este Papa y al anterior. Es decir, que me han de gustar los Papas según sean “de derechas” o “de izquierdas”.
Efectivamente: fe o ideología.
En estas que un buen amigo me interroga sobre la fundación de un partido católico, y yo me pregunto si hay alguna realidad política más densa y profunda que el pueblo que nace de la Eucaristía y si hay alguna acción política más intensa y transformadora que la vida que se apega –de forma sencilla y fiel- a Cristo.
Por Marcelo López Cambronero