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La esperanza como patrimonio social ¿Con qué ‘compramos’ nuestras ganas de seguir?

Aunque el refrán asegura que la felicidad no se puede comprar con dinero hay muchos que dicen que “ayuda bastante” a conseguirla. Y quizá tengan razón: Según el estudio del ecónomo Agust Deaton, con el que ganó el Nobel en Ciencias Económicas el año pasado, un ingreso promedio de 75 mil dólares anuales (unos 125 mil pesos al mes) puede generar el bienestar suficiente para establecer parámetros de satisfacción, tranquilidad y sensación de éxito, en una palabra: felicidad.

Sin embargo, Deaton y su socio Daniel Kahneman (psicólogo, ganador también del Nobel de Economía pero en 2002) afirman que lo anterior no es tan concluyente o determinista como parece. Su estudio adelanta que existen otros factores difíciles de comprender, variables indefinibles que modifican las causas de sensación de bienestar y de felicidad. Es decir: El dinero sí puede comprar bienestar emocional, pero sólo hasta cierto punto; y, además, alguna de estas ‘variables invisibles’ puede revelar sentimientos de bienestar independientemente de la capacidad económica para adquirir satisfactores complejos.

¿Qué habrá detrás de esas ‘variables indefinibles’ que nos impide concretar ‘la fórmula de la felicidad? ¿Qué es eso ‘difícil de comprender’ sin el cual nuestra felicidad no es plena o, por el contrario, qué es eso que los científicos no pueden medir pero que abona a la felicidad real aún en contrasentido a los bienes o las ganancias?

¿Podría ser la esperanza?

Volvamos a la felicidad. La lógica empírica planteada por Deaton diría que aquellos países que satisfacen las expectativas económicas de sus ciudadanos mostrarían mejores índices de felicidad. Y, sin embargo, con cierta regularidad los índices de bienestar, felicidad y desarrollo global se encuentran con la sorpresa de que países pobres, en crisis política o castigados por fenómenos de violencia figuran entre las primeras posiciones. En el Reporte Mundial sobre Felicidad 2016, por ejemplo, aparece Venezuela por encima de la media muy a pesar de sus múltiples problemas políticos y económicos; México se ubica en el lugar 21 de los países más felices también en medio de altos índices de violencia; o incluso Somalia le gana en felicidad a países más estables como Turquía, Líbano, Portugal o China. ¿Cómo es eso?

Sucede que el Índice de Felicidad tiene un ligero truco, llamado ‘Dystopia’. La ‘distopia’ es un país imaginario donde se suman todos los negativos de los países más infelices del planeta; la distopia es el peor de los escenarios posibles. Ahora bien, en la medición de felicidad de cada país se toman en cuenta: ingresos per cápita, recursos de apoyo social, salud y expectativa de vida, grados de libertad, capacidad de generosidad, percepción sobre la corrupción y una séptima variable que refleja más un sentimiento que una realidad: “¿Qué tan lejos nos sentimos de la ‘distopia’? ¿Qué tan distante nos parece el peor de los escenarios?”

Sin los valores que el Índice de Felicidad le da a ‘distopia’, México y Venezuela reportarían los mismos satisfactores de bienestar que Botswana o Sri Lanka; y Somalia caería del sitio 76 al 154 apenas por encima de Afganistán pero muy debajo de Irak o Siria. Sin esa indescifrable sensación de estar aún muy lejos del peor de los mundos, Burundi por ejemplo, el último de los países de la tabla, perdería más del 75% de su ‘felicidad’.

Es posible, por tanto, que lo que conocemos como esperanza sea esa variable indefinible que siembra en el corazón la posibilidad de alejarse de la distopia, que ‘compra la felicidad’ mediante una ardiente expectación de plenitud.

Y no son sólo palabras bonitas. Mirar la esperanza como un patrimonio social implicaría reconocer que sus efectos se podrían traducir en factores de desarrollo, en índices de competitividad, en valores positivos de inversión, en mejores calificaciones crediticias, en el combustible de la maquinaria económica o, incluso, en el verdadero capital humano –en toda la extensión de la palabra- del bono demográfico.

La esperanza, sin embargo, no puede ser artificial; nadie puede sintetizar los auténticos valores de la esperanza e inocularlos en un sector social.

Responsabilidad patrimonial

Desde el punto de vista cristiano, la esperanza es una virtud, “un riesgo” como diría el papa Francisco y a través de la historia ha sido representada en forma de un ancla “fija en la orilla del más allá”. La esperanza es una virtud difícil de definir, no puede reducirse a una acción ni relacionarse directamente a un objeto o un sujeto pero, como parece medir el trabajo de Deaton, es real. La esperanza pertenece a la esfera de la realidad humana y, como tal, opera cotidianamente en los deseos e intenciones para que los bienes sean suficientes y justamente distribuidos; para que la paz, la solidaridad y la responsabilidad con nuestros semejantes se manifieste y, finalmente, para que el mayor bienestar posible conviva con la mayor libertad.

Por ello, cada época y cada pueblo adquiere una responsabilidad con la esperanza, es un bien que se debe custodiar y un valor en el que se debe invertir mediante la identidad, la cultura y la audacia para afrontar los desafíos. Porque las amenazas más evidentes de la esperanza pueden ser la desesperación, el desánimo, el desaliento, la increencia o el desencanto pero también factores como la comodidad, la satisfacción, el éxito, la ambición, el deseo, el desprecio, el egoísmo, el consumismo, el individualismo o el relativismo destruyen desde dentro las intenciones de la esperanza.

Conclusión

Los estudios económicos y sociales parecen evidenciar -en nuestro contexto- ciertos matices de la esperanza con todo y sus aparentes contradicciones. Los análisis de Deaton y del Índice Global de Felicidad confirman que la felicidad es un sentimiento sujeto a los códigos culturales de cada pueblo y que van cambiando en el curso del tiempo. Y, aunque afirman que, en nuestro hoy y ahora, la felicidad se tasa en 75 mil dólares anuales y el bienestar responde a la suma de nuestros ingresos, al tener salud, superar la media de esperanza de vida, gozar de libertad, en la posibilidad de ser generoso y confiar en la honestidad de los demás, la esperanza se mueve bajo otros códigos que hacen reflejar felicidad en familias con ingresos mucho menores a los 5 mil dólares anuales o que mantienen el aliento de países fuertemente castigados por la hambruna o la guerra al confiar en que “no todo está perdido”.

En su encíclica sobre la esperanza cristiana, Benedicto XVI afirmó que al ser humano se le ha dado la esperanza para no olvidar la promesa, la salvación: “Una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino”.

Finalmente, ahora que sabemos que la esperanza, aunque riesgosa e impalpable, es un bien y una virtud en la que vale la pena invertir, la pregunta que quizá debamos hacernos sea: “¿Cómo alimentamos ahora nuestra esperanza?”

Por Felipe de J. Monroy