Cuando se propuso por iniciativa de un periódico nacional la celebración del Día de la Madre, se suscitó una gran discusión. Los opositores argumentaban que, a las madres, debía honrarse todos los días de la vida, como lo manda la ley de Dios. Un día particular implicaría disminución en el cariño cotidiano debido. Triunfó la propuesta favorable y, después, se sumó el día del padre, del niño y ahora ya no alcanza el calendario para tanta celebración. En las escuelas, con los ahorros del año, se preparaban con cariño los regalos; se hacía una pequeña fiesta con la infaltable poesía “a mi madre”, aprendida de memoria. Era una celebración sencilla, de corazón. Después entró el comercio y las festividades frívolas y tumultuarias, y ahora hasta los políticos buscan acurrucarse en el corazón filial y materno de los ciudadanos. Así y todo, lograba prevalecer la sinceridad, la reconciliación y la alegría familiar.
Estos recuerdos distantes y discutibles como todo lo que atañe al sentimiento humano, contrastan violentamente con la reciente celebración del Diez de Mayo, pues lo que prevaleció fue el llanto, el duelo y la tragedia. Varios noticiarios mostraron la delicada condición de muchas madres no sólo por su pobreza, soltería y soledad, sino por su improvisación para tarea tan noble y su impreparación para tan comprometedora misión. Su condición de adolescencia y juventud las hace mucho más vulnerables a ellas y a sus hijos. Esto nos hace pensar, para decirlo de un solo golpe, en lo desacertado de la tan pretendida y anunciada “educación” sexual. Si esto no es fracaso, ¿cómo se le llamará? ¿Quién responde por ello, por ellas?
También resaltaron los medios informativos la manifestación, por enésima vez, del dolor de las madres de los 43 desaparecidos. Si a estas madres adoloridas sumamos las miles de madres que -pala y zapapico en mano muchas de ellas-, andan de erial en erial buscando a sus hijos desaparecidos, la tragedia cobra ya dimensiones no sólo nacionales sino de lesa humanidad. Resuena por ahí el término genocidio, palabra que nos debe hacer temblar.
El último clavo (hasta el momento) de este inmenso ataúd nacional fue el asesinato de una madre de familia que, después de haber perdido a su hija y de haberla localizado en una fosa clandestina tras dos años de búsqueda personal y de haber denunciado al asesino, tras la fuga de éste, fue asesinada en su hogar. Ante el féretro de esta madre pensemos ¿qué se puede esperar?
La justicia se promete y no llega. Se pide la colaboración de la comunidad y el resultado es el mismo. O peor. ¿Qué nos queda? Cada uno responderá según sus convicciones. Los católicos –la inmensa mayoría– debemos reflexionar ante la presencia de Dios, e iluminados por su divina palabra, por el Evangelio, ver hasta qué profundidad el indoctrinamiento contrario a la fe en Jesucristo salvador ha penetrado y envenenado la conciencia nacional durante todo un siglo. Siglo que algunos llaman de confusión y ahora de corrupción, pero que los cristianos tendríamos que llamar de traición al Evangelio: Si no creen en mí, morirán en sus pecados. Un católico no asesina. Pero, la salvación ahí está: Mirarán al traspasado. Desde la Cruz, Jesús nos dice: Ahí tienes a tu Madre; y Ella, vestida a lo mexicano, nos da esperanza: ¿No estoy yo aquí que soy tu madre? Lo que nos hace falta a todos por igual es volver los ojos al Calvario y al Tepeyac. Cuando tengamos como verdadera Madre a la del cielo, celebraremos como hermanos a la de la tierra.
Mario De Gasperín Gasperín