Decía Kant que allá donde la razón y el Evangelio parezcan no coincidir hay que interpretar la Palabra de Dios según lo que la razón dicte. No entendía el buen sabio que esa razón que él pensaba universal e impoluta es en realidad humana, muy humana, y que había sido completamente transformada y renovada por el hijo de un carpintero judío que era, además (véngale usted a la razón con estas paradojas) hijo de Dios.
Ni siquiera podemos decir con tino que el cristianismo es una religión del Libro, porque es eso y mucho más: es el misterio de Dios hecho compañía para el hombre. Hace unos días, al señalar el sentido de la Pascua que estamos viviendo, decía Francisco: “Jesús ha muerto, fue sepultado, resucitó y se apareció, es decir, Jesús está vivo. Éste es el centro del mensaje cristiano”.
Cómo explicar a los filósofos y a los eruditos de esta tierra pasajera que uno es cristiano porque se ha encontrado hoy con Aquel al que crucificó Poncio Pilatos, y que además le ha cambiado la vida de la punta al cabo. Es natural que la razón se tambalee ante algo así: la razón de quien no ha tenido esa experiencia, porque al tenerla nos damos cuenta de que no sólo no niega la razón, sino que la encumbra. Añadía el Papa: “un corazón cerrado, un corazón racional, es incapaz de maravillarse y no puede comprender lo que es el cristianismo. El cristianismo es una gracia y la gracia sólo se percibe, es más, se encuentra, en el estupor del encuentro”.
La moral nace de ahí: del encuentro, y es ese encuentro el que acuna, abraza y eleva la razón, y no al revés. Una moral sin encuentro, una moral sin Cristo, no es más que un constructo ideológico que se impone desde el exterior, aunque se la quiera presentar con los ropajes de la ciencia o del sentido común. Una moral sin Cristo no es más que voluntad de poder.
Precisamente por esto la misión del cristiano no es testificar una doctrina moral, o convencer a los demás de una serie de creencias que, separadas de su raíz, se marchitan. La Pascua es, sin embargo, una ocasión “para que comunicar con nuestra vida que Él está aquí y vive en medio de nosotros”.
Por Marcelo López Cambronero