En los ochentas cuando era un niño mis papás ya habían estado en varios movimientos de la Iglesia, en ese tiempo empezaron a ir al movimiento de la Renovación. Organizaron entonces en mi ciudad un retiro multitudinario en un auditorio que yo solamente había visitado para jugar basquetbol pero en esos días se transformó en un lugar donde se hablaba de Dios.
Al retiro que mi mamá me llevó y al que asistí no por otra cosa que por obediencia, me llamó la atención que la gente aplaudía y alababa a Dios en voz alta. Yo había escuchado en los Salmos eso de “Pueblos todos salten de júbilo, aplaudan y alegres canten al Señor”, pero nunca había pensado que en la Iglesia se hiciera eso. Luego lo más sorprendente fue cuando empezaron a sanar personas, unas caminaban después de estar en silla de ruedas, otras escuchaban después de estar sordas y otras más veían después de no poder ver… y recordé eso que escuché en el Evangelio de “los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen…”, tenía 6 años de monaguillo pero nunca había visto tal cosa en mi parroquia. Observaba sin poder comprender todo.
En un momento hubo una dinámica del sacerdote que presidía el retiro, su nombre era Emiliano Tardif, en ese momento pidió que le dijéramos que Dios la amaba a la persona que tuviéramos cerca, mi mamá que estaba a mi izquierda me lo dijo con su cariño y su confianza en Dios, como muchas veces antes lo había hecho desde que era pequeño, luego una señora completamente desconocida y de características muy humildes me lo dijo con una gran sonrisa: “Dios te ama”… Más por pena que por otra cosa asentí con una leve risa… Pero esas tres palabras y la seguridad con la que esa señora me lo dijo calaron en lo más hondo de mí.
De ese retiro con los carismáticos no saque muchas cosas, era un niño y no entendía muchas cosas, y si no fuera por la expectativa de ver las sanaciones y escuchar al padre Tardif decir que había personas que estaban sanando de tal o cual enfermedad hubiera sido muy aburrido. Pero después de la experiencia de ver cómo alababan a Dios con alegría y de ver como Jesús seguía sanando a su pueblo, el Espíritu Santo me dio un regalo, en la noche ya acostado una sonrisa corría de lado a lado de mi cara y de mi corazón porque por primera vez tuve la certeza que Dios me amaba a mí: esa noche me sentí abrazado por el amor de Dios.
Por Rogelio Hernández Murillo