“¡Animal!”, brota de muchos labios para reprender y corregir al que se porta mal, como si el pecador fuese un bruto que no sabe lo que hace. Quien reprende se equivoca entonces: el pecador sí sabe lo que hace.
Ahí está el ladrón, que derrocha ingenio en sus raterías. Se preocupa por aprender con mayor cuidado las técnicas para sus hurtos: como el entrar en una casa, aunque esté más protegida que un castillo medieval, o el robar una cartera, aunque el dueño la amarre con cadenas a su bolsillo y la blinde con rebana-dedos, o el sustraer todos los bienes de una víctima en su misma cara sin que se dé cuenta, o hasta que incluso le dé las gracias (como no pocas veces, embaucados, se las damos al político deshonesto). Es más, con qué cuidado, precisión y tiempo planea el caco sus pillajes. En fin, el ladrón cómo se las arregla para disimular su riqueza mal habida y presentarse como un hombre honorable y aun virtuoso ante la sociedad. ¿Que no sabe lo que hace? ¡Qué va!, lo sabe de más.
Así ocurre también con el mentiroso. El mismo Cervantes se sorprendería por la capacidad y esfuerzo suyos de inventar historias verosímiles, que se las traguen inclusive los más escépticos, y por su capacidad de alargar y aumentar el engaño por años sin que aun los más listos lo noten. He allí los ideólogos y los herejes que con meticulosidad tuercen apenas un poquito lo que dicta el sentido común y lo que enseña la Iglesia para poder así justificar sus vicios y, deliberadamente y con amplios alcances, intentar destruir la Verdad y borrar del mapa la religión. Han impuesto así el error y la corrupción en países enteros por incluso siglos. Ejemplos abundan en la historia: las persecuciones contra la Iglesia, el comunismo, el nazismo, el populismo, el ateísmo, el aborto, los promotores de las leyes de “género”. ¿Que el mentiroso no sabe lo que hace? ¡Qué va!, lo sabe de más.
Y así el glotón encuentra los argumentos más peregrinos para explicar por qué se toma una tercera botella de tequila al hilo: que ameritaba celebrar el reencuentro con un amigo a quien no saludaba desde hace una semana. Y el iracundo no se enoja simplemente, sino con premeditación concibe la venganza y los instrumentos más refinados de tortura para hacer sufrir en cuerpo y en alma a su odiado. He allí el perezoso que se esfuerza sobremanera para conseguir los más mullidos almohadones porque ha decidido no ir a trabajar, y he acá, el envidioso que redobla su perspicacia para encontrarle a su envidiado un defectillo que lo humille públicamente. No hablemos del soberbio quien toda su inteligencia la desborda en engrandecerse y adorarse, y toda su vida la dedica, a punto de frenesí, a ofrecerse culto e incienso a sí mismo. ¿Qué diré del avaro, quien supera con creces al ama de casa del evangelio?: no barre una vivienda sino todo un reino para recuperar el penique perdido, y en su empeño no le importa destruir, con el mayor cálculo, familias enteras y dejar ejércitos de niños en el más completo abandono. En fin, el lujurioso no puede excusarse de mera calentura, de mera animalidad: con qué solicitud seduce, con qué diligencia prepara el lecho, con qué atención consigue o fabrica sucedáneos y adminículos que prolonguen o imiten el placer, y con qué miramiento tiene ya preparado el adiós, el “no te quiero ver nunca más”. ¿Que no saben lo que hacen? ¡Qué va!, lo saben de más.
Y no es que el pecador no se comporte en alguna medida como animal. Después de todo, todo hombre es un animal racional. De hecho, nunca deja de serlo, pues su razón y animalidad no son contenido y recipiente sino unidad sustancial. Que gozando los hombres de ese don divino de la inteligencia y sin embargo nos portemos a sabiendas mal y nos precipitemos así a la perdición, es en gran medida un misterio. Pero en algún modo lo podemos entender si vemos que el pecador subvierte la razón y la pone al servicio de sus impulsos animales, algo con lo que ningún animal simple cuenta, porque carece de razón (por carecerla, una changa no es responsable de matar a sus hijos). Esta subversión el virtuoso la evita. Más bien pone su animalidad al servicio de la recta razón.
Quede claro que el virtuoso de ninguna manera es un ángel porque nunca abandona su animalidad. Pero en vez de subvertir su razón para reducirla a sus impulsos animales, el virtuoso cultiva su animalidad según los dictados de la recta razón, por ejemplo, aprende a trabajar en lugar de a robar; no se atasca de platillos sino adereza uno sólo para descubrirlo exquisito; no satisface meramente sus apetitos sexuales, sobre todo ama.
por Arturo Zárate Ruiz