Donald Trump fue a encontrarse con el Papa como lo hacen los potentados de este mundo: haciendo gala de su poderío. Mientras los helicópteros revoloteaban sobre los edificios de la capital de Italia, más de un millar de agentes recorrían las calles atentos a cualquier movimiento. Las crónicas hablan de una comitiva con más de cien vehículos, a los que habrá que sumar los que realizaban labores de vigilancia y contravigilancia, así como los policías y militares infiltrados entre los caminantes, más los que se encargaron de preparar la seguridad y el recorrido por las calles de Roma. Sería comparable, salvando la distancia histórica, con la majestuosa entrada de Cleopatra en la misma ciudad, hace más de dos mil años.
Los medios de comunicación internacionales han prestado poca atención al contenido del encuentro, más interesados en el hecho de que se trataba de dos personas que mantienen desacuerdos fundamentales sobre varias cuestiones políticas contemporáneas.
¿Se han dado cuenta de la fotografía que se ha difundido del momento? Al verla reproducida en todas partes podríamos pensar que es la única, pero no es cierto. La mayoría de los diarios la utilizaron para enfatizar sus propios intereses ideológicos.
El aspecto sereno y grave con el que aparece Francisco es más habitual de lo que se nos suele mostrar. No es un hombre superficial obsesionado con su imagen, como a veces nos quieren hacer entender. Arrastra graves pesos y preocupaciones y se concentra mucho en sus obligaciones y en atender a los problemas de la Iglesia -y, por lo tanto, del mundo. Es natural que en tantas ocasiones se le note… pero los medios suelen preferir entonces otras imágenes más cordiales o simpáticas, salvo en esta ocasión.
La Iglesia no responde a estos intereses ideológicos ni se puede medir según los raseros del estado. La Iglesia es una comunidad cuya esencia es Cristo mismo y, precisamente por eso, es también un cuerpo político. Entre una cosa y otra hay una diferencia abismal, que no debemos olvidar: gobernar según los intereses o según el amor, para el provecho de unos pocos o buscando el desarrollo de lo humano, aprovecharse del poder o convertirlo en servicio.
Y el servicio y el amor también acogen al poderoso, también reconocen su debilidad y su necesidad, su carácter de prójimo y de hermano.
El cristiano no tiene enemigos.
Por Marcelo López Cambronero