Como todos los grandes personajes bíblicos también Jesús pronuncia un grande discurso de despedida, a manera de testamento. Tiene lugar durante la última Cena y san Juan lo recoge en su evangelio. Como sucede en toda despedida, los sentimientos son de tristeza y de desconcierto en vistas al futuro. Jesús serena el corazón de sus discípulos y les hace una promesa consoladora: “No se inquieten. Crean en Dios y crean en mí. En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, se los habría dicho, porque voy a prepararles un lugar… para que donde yo esté estén también ustedes” (Juan 14,1s). Les anuncia también que su destino es participar de la misma gloria que él va a recibir del Padre. Así, también ellos serán uno con el Padre y con Jesús. Con estas sencillas palabras e imágenes familiares Jesús revela uno de los más grandes misterios que aquejan a la humanidad: nuestro destino después de la muerte. Tomemos dos ejemplos.
En el capítulo XI de la Odisea narra Homero el descenso de su héroe al Hades, o región de los muertos. Cava una fosa, derrama allí leche, miel, agua y negra sangre de animales degollados. Invoca al adivino Tiresias como guía defensora y comienza a entrevistarse con las “cabezas sin bríos” en medio de multitud de hombres, mujeres, guerreros y reyes sumergidos todos en un “clamor horroroso”. Todos se apresuran a chupar la sangre derramada y él tiene que apartarlos con su daga, inclusive a su propia madre, quien murió de pena llorando por su prolongada ausencia. Constata Odiseo la trágica suerte de todos los héroes de la guerra troyana y, tras escuchar su “chillido horroroso”, huye “presa de lívido miedo”. Así pensaban los cultos griegos.
En su Filosofía Nahuatl, el Doctor León Portilla dedica un capítulo a la “supervivencia en el más allá” entre los antiguos mexicanos. Sigue a Fray Bernardino de Sahagún, al cual remite siempre. Con él sólo recordemos “la primera de las moradas de los muertos, el Mictlan (lugar de los muertos) en nueve planos bajo tierra. Los difuntos tenían que superar numerosas pruebas, acompañados por el perrillo, incinerado con el cadáver. Después del noveno lugar de los muertos “se acababan y fenecían los difuntos” (Sahagún)”. Particular destino merecían quienes morían en cumplimiento de su deber, como los guerreros o las madres al dar a luz. Las posteriores especulaciones concluían todas ellas en el misterio. Observación valiosa del autor es que “el destino final está determinado, no precisamente por la conducta moral desarrollada en la vida, sino por el género de muerte con el que se abandona este mundo”. No importaba cómo había vivido el difunto, sino cómo había fallecido. No había responsabilidad moral. Todavía hoy existe mayor interés en agradar al difunto, poniendo por ejemplo aguardiente en la ofrenda, que por cuidar la clase de vida que llevó, y en orar por él. Paganismo puro.
El mensaje de Jesús es absolutamente distinto y contrario a estas supersticiones. Para Jesús, lo importante es creer en él y guardar sus mandamientos: “Quien recibe y guarda mis mandamientos, ése me ama. Y el que me ama, será amado de mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él”. Y ora así: “Padre, quiero que los que me diste estén conmigo, donde yo estoy; para que contemplen mi gloria, la que tú me diste”. El destino final del cristiano es estar con Jesús y con el Padre, participando de su gloria. Es lo que llamamos la Gloria o el Cielo. Lo demás es fantasía.
Mario De Gasperín Gasperín