Vemos el futuro con ilusiones o con miedos, con esperanzas o con angustias, con optimismo o con cierta dosis de pesimismo.
Nos inquieta no “controlar” lo que pueda ocurrir en unas horas, unos días, unas semanas. Ni siquiera tenemos certeza sobre si la corriente eléctrica funcionará regularmente durante esta semana.
Las miradas al futuro reflejan nuestra fragilidad. A nuestro alrededor, nada tiene firmeza completa. Hasta un rascacielos puede caer deshecho en mil pedazos.
En nuestro interior, también anidan sorpresas inesperadas. En cualquier día, a cualquier hora, puede presentarse un dolor de cabeza, una cierta inquietud en el vientre, o simplemente una llamada telefónica que nos deja desolados.
Nos cuesta aceptar que la incerteza del futuro terreno es parte irrenunciable de la existencia humana. Lo recuerda la misma Escritura: “no tenemos aquí ciudad permanente” por lo que los cristianos “andamos buscando la del futuro” (Hb 13,14).
Cristo lo explicaba con la imagen de la incerteza de la muerte, que puede separarnos en pocos instantes de los bienes materiales más “seguros”: “¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?” (Lc 12,20).
Reconocer que el futuro es siempre incierto no implica cruzarnos de brazos. El tiempo presente tiene sentido cuando se invierte lo mejor de cada uno para abrir espacios al bien y la belleza.
Pero el resultado nunca está en nuestras manos. Solo cuando los hechos futuros aparezcan en el escenario, comprenderemos cuál era el designio de Dios para cada momento de la historia humana.
Una certeza, sin embargo, ha sido desvelada respecto del futuro humano. El Sepulcro está vacío, Cristo ha vencido sobre el pecado y la muerte, habrá un día una Resurrección y un juicio de justicia y de misericordia.
Como recordaba el Papa Benedicto XVI, “La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva” (encíclica “Spe salvi” n. 3).
La incerteza del futuro ha quedado revestida por la Luz de Cristo, esa Luz que ilumina a todo hombre (cf. Jn 1,9). Por eso, ya sin miedos, nos lanzamos, como san Pablo, “a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús” (Flp 3,13 14).
P. Fernando Pascual