“¡El mundo del Mal escapa casi del todo a la comprensión de nuestro espíritu!”, anota el joven párroco en su “Diario de un Cura rural”, de Georges Bernanos. Reflexiona así después de un primer enfrentamiento con el Maligno: ”¿Qué sabemos del pecado? Los geólogos nos enseñan que el suelo, que nos parece tan firme, no es realmente más que una pequeña película sobre un océano de fuego líquido, siempre ardiente… ¿Qué espesor tiene el pecado? ¿Hasta qué espesor hay que calar?”. En la confesión, por ejemplo, sólo descubrimos las capas superficiales del “misterio de iniquidad“, que opera en nosotros. El Maligno no permite que lo superen en maldad, solamente que lo imiten. Tiene siempre la posibilidad de incrementar su poder en nosotros. El pecador no será más que su caricatura ridícula. Entre tanto, él hace su obra, que cómplices no le faltan: Las guerras son siempre contra un “extraño enemigo”, no contra un hermano; el asesinato de los inocentes se presenta como alivio para la mujer, en el acto más maravilloso de la creación que es la concepción de un ser humano; la violencia desatada se combatirá -es la guerra- con la violencia calculada; al joven se le adiestrará en la técnica para que pueda señorear sobre sus semejantes indefensos; y se crearán programas eruditos y dispendiosos para cambiar las estructuras, pero no los corazones. El Maligno se mueve a sus anchas en campo abierto.
De las tentaciones de Cristo, la última revela la cínica sonrisa del Tentador, que dice: -Yo tengo todo poder, pero no dice que lo usurpó; -Míos son todos los reinos de la tierra, pero no el Reino de los cielos; -Yo los doy a quien quiero, pero pone sus condiciones: -Si me adoras. Jesucristo ubica bien este poder: “Saben que los jefes de las naciones, las tiranizan, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre ustedes” (Mt 20,25). Los poderosos no admiten competidores, pero sí saben incorporarlos a su proyecto dominador. Saben también recompensarlos. De lo que se trata es de ejercer el poder, aunque sea sobre la mascota obligada a llevar vida de hogar. Las facciones o partidos dividen a la sociedad, comparten el poder y se reparten la ganancia.
“Separación de poderes” entre Iglesia y Estado, se dice. No se igualen los desiguales: “Entre ustedes no será así”, indicó Jesucristo. Lo único que reclama Jesús para su Iglesia es la libertad para anunciar su Evangelio. Y lo hace por atracción, con la fuerza única de la verdad. Porque el Evangelio es una fuerza penetrante que desinfecta el corazón enfermo como la sal en la herida. Escuece. Lo han querido domesticar, volviéndolo eslogan como en libertad-igualdad-fraternidad. Pero no han podido, porque sus pregoneros, si se llenaron de espuma la boca con la libertad y se engolosinaron con la igualdad, enmudecieron con la fraternidad. Leyeron el Evangelio al revés, porque sin fraternidad no hay igualdad y mucho menos libertad.
Fraguar una cultura lleva tiempo, pero un siglo parece suficiente para intentarlo. El maestro florentino enseñó que el principal deber del príncipe es conservar el poder y nosotros hemos tenido discípulos aventajados. El poder seduce, desquicia y llega a envilecer. Se convierte en droga que anestesia el corazón y nubla los ojos para no ver alrededor. Menos al necesitado. Todo está bien. Las ideologías suelen degenerar en sistemas opresores que se esclerotizan en entramados culturales que todo lo justifican e igualan, hasta el absurdo: Todos somos iguales, pero nosotros somos los mejores. El mal se ha vuelto connatural y hasta benefactor.
Por Mons. Mario De Gasperín Gasperín