La sobredosis de opiáceos se ha convertido en la causa de muerte más habitual para los menores de 50 años en los Estados Unidos. Hasta tal punto el consumo de drogas se he revelado como una epidemia mortal en el vecino del norte que la última encuesta sobre empleo del gobierno señalaba a las drogas como la principal razón del descenso de la población activa o en condiciones de trabajar.
No sólo se trata de las drogas y no sólo se trata de los Estados Unidos: el incremento de los jóvenes ni-ni (“ni estudian ni trabajan”), el aumento del paro, la avalancha de las rupturas matrimoniales, el auge de la pornografía… afectan a todo Occidente y tienen su fundamento último en el sinsentido, en la falta de esperanza.
A los jóvenes les faltan motivos para vivir, para luchar, para usar el tiempo de manera que sea provechoso, que les lleve a crecer y a desarrollarse. La apatía, el desengaño y el cinismo parecen llenar todo el espacio disponible. Ciertamente no pretendo un retrato que incluya a toda la juventud, sino señalar una epidemia que se extiende día tras día y a pasos agigantados.
En Cracovia, durante la apertura de la Jornada Mundial de la Juventud, Francisco provocó varias veces a los presentes preguntándoles si ellos creían que se podía construir un mundo mejor. En cada ocasión centenares de miles de gargantas se levantaron en un poderoso “Sí”.
Y es verdad: otro mundo es posible. Otro mundo en el que el poder del mercado, la destrucción del Planeta, la cultura del descarte y el sinsentido no predominen. En el que no se perciba como ingenuo el deseo de una vida feliz, en el que la esperanza sea un motor tan fuerte que ponga en marcha los corazones.
Sin embargo, hemos de tener presente un dato muy importante y que parece que casi todos han olvidado: nosotros no somos capaces de hacernos felices (¿acaso podemos aumentar un codo de nuestra altura?). Nuestro anhelo es más grande que nuestras capacidades. Necesitamos de Otro, de ese Otro que se hizo hombre y que dio la vida para que cada uno, si así lo quiere, pueda encontrar el abrazo de la paz, del amor y de la felicidad. Es en Cristo, y no sólo en la voluntad humana, donde radica la esperanza de los hombres.
Por Marcelo López Cambronero