Que todos los fieles tengan “fácil acceso a la Sagrada Escritura” pidió el Concilio Vaticano II y, para ello, mandó que se hicieran traducciones “exactas y adaptadas” en diversas lenguas con notas “que verdaderamente expliquen” sus contenidos. En América Latina se ha cumplido este deseo. Abundan ya las traducciones modernas de la Biblia; lo que faltan son lectores que conozcan y difundan este tesoro divino, que el Concilio llama “sustento y vigor de la Iglesia, fuerza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual” (DV 6). Su defecto implica la desnutrición, debilidad y apatía de la fe y vida cristiana que padecemos los católicos.
Estas palabras del Concilio explicitan lo que la misma Sagrada Escritura afirma: Que “la Palabra de Dios es viva y eficaz, más cortante que espada de dos filos; penetra hasta la separación de alma y espíritu…No hay criatura oculta a su vista, todo está desnudo y expuesto a sus ojos. A ella rendiremos cuenta” (Hb 4,12s). La palabra de Dios es viva y da vida. Vive, actúa y tiene poder para transformar el mundo y al hombre; conoce su intimidad y se constituye en Juez de nuestras vidas y de toda la humanidad. Por eso, los gobernantes y jueces creyentes suelen jurar por la Biblia. Los agnósticos juran por sus propias leyes o constituciones. Juran “ante la ley”, la que ellos hicieron e interpretan según parecer.
Jesucristo es el corazón de las santas Escrituras. Él recomendó a los judíos que “escrutaran”, es decir, que leyeran inteligentemente las Sagradas Escrituras, porque ellas hablaban de él. No lo hicieron y rechazaron al Verbo de la vida. Nosotros ya estamos de este lado, en el Nuevo Testamento. Tenemos numerosos elementos que nos ofrece la Iglesia para la comprensión plena de las Escrituras. Nuestra responsabilidad es mayor. El Concilio subraya la expresión de san Jerónimo, quien afirma que “ignorar las Sagradas Escrituras es desconocer a Cristo”, porque el Evangelio contiene “la suprema ciencia de Jesucristo”.
La Iglesia recomienda a los presbíteros, pastores responsables de nutrir y educar a los fieles en la fe, que comiencen ellos mismos a “leer y estudiar asiduamente la Escritura para no volverse predicadores vacíos de la palabra, que no la escuchan por dentro”. Y prosigue: “Han de comunicar a los fieles, sobre todo en los actos litúrgicos, las riquezas de la Palabra de Dios”. Cuando no lo hacen, señala señero el Papa Francisco, convierten la predicación de alimento en tormento. Este “escuchar por dentro” la palabra de Dios implica múltiples actividades: desde tomar el libro sagrado; apartarse del ruido exterior; lograr el silencio interior; recurrir al Espíritu Santo, autor principal de la Escritura; y auxiliarse de un buen comentador. Pero esto no basta. Seria quedarse en “lo que me dice a mí”, en ese subjetivismo dañino que llega a convertirse en tiranía espiritual, porque no admite confrontación ni iluminación. El “escuchar por dentro” implica también escuchar a la comunidad, el latir del corazón del hombre moderno, “sus gozos y tristezas” (GSp 1) y allí sembrar la Palabra para que sea fuerza vital transformadora y sanadora. “Escuchar por dentro” significa atender a las voces del Espíritu que resuenan en el corazón de los fieles laicos -en la Iglesia nadie tiene el monopolio del Espíritu-, y él tiene mucho qué decir. La preparación de la homilía en comunidad y su cuidadosa celebración litúrgica cumplirá la promesa conciliar a la Iglesia de recibir un “nuevo impulso de vida espiritual”, pues “la palabra de Dios dura para siempre”.
Por Mons. Mario De Gasperín Gasperín