San Teófilo de Antioquía escribía a Autólico: “Si tú me dices: ‘Muéstrame a tu Dios’, yo te responderé: Muéstrame primero qué tal sea tu persona. Muéstrame si los ojos de tu mente ven, si los oídos de tu corazón oyen. Entonces te mostraré a mi Dios”. A esta respuesta de un Doctor de la Iglesia, podemos equiparar la de un humilde sacristán, quien, requerido por el militar, que ocupaba como caballeriza el templo parroquial, si creía que esa imagen de Jesucristo era Dios, al escuchar la respuesta afirmativa, desenfundó su pistola y, retando a Dios a hacer lo mismo con él, acribilló a tiros la imagen. Pasada la persecución, el sacristán le comentó al nuevo párroco, narrándole el episodio: “¿Qué se creía ese general? ¡Pensaba que Dios le iba a cumplir sus caprichos!”. Dos respuestas sabias, una de un maestro en la fe y otra de un humilde creyente. La sabiduría de los sabios es necedad para Dios y la necedad de Dios (la cruz) es más sabia que la sabiduría de los sabios, enseña san Pablo.
Estas reflexiones nos pueden ayudar a comprender el significado de los dolorosos acontecimientos de huracanes y terremotos alineados en serie que han sacudido a nuestro país, y que los creyentes, en distinto grado, atribuyen al designio de Dios. Intuyen allí una señal de Dios que algo quiere, que algo pide y algo nos dice. Para otros, los llamados ateos, eso confirma la inexistencia o inoperancia de Dios. Es cantaleta vieja. Cada uno mira según la salud de su visión. Las cataratas producen ceguera y el colirio de la fe y la inteligencia dan claridad.
San Pablo nos esclarece la visión cuando dice a los prepotentes Romanos que el Evangelio que él predica es manifestación poderosa de la salvación para el que cree, pero que se convierte en “ira de Dios” para los impíos e injustos, que “tienen aprisionada la verdad mediante la injusticia”; y que ésos son los que, viendo las obras de Dios, su sabiduría y su poder, prefirieron adorar ídolos: animales, astros, sexo y riquezas. La verdadera naturaleza del mundo, la auténtica dignidad de la vida humana, la justa relación entre los hombres quedó oscurecida y opacada por el corazón perverso del hombre, por el pecado. El hombre, al negarle al Creador la fe y la adoración, se volvió contra el hermano y contra la creación. Esto le pasó a Adán en el paraíso: No tuvo ojos para ver a Dios, para reconocer su don: no lo adoró; tampoco los tuvo para su mujer: se convirtió en su dominador; la fraternidad se rompió y Caín sigue suelto, asesinando.
El hombre, al no reconocer la sabiduría de Dios grabada en la creación, la naturaleza se tornó agresiva contra él, y el hombre su depredador: el trabajo se volvió sudor, la tierra produjo zarzas y espinas; la imagen del Dios, el hombre, es engendrado ahora con pasión y parido con dolor; su esplendente desnudez se cubrió con pieles de animales, denotando su degradación. La creación entera fue sometida al pecado, enseña san Pablo, y gime con dolores de parto tratando de liberarse de esta esclavitud. El pecado del hombre no sólo tiene resonancias personales: ofensa contra Dios; o sociales: violencia contra el hermano; sino cósmicas: deterioro de la creación. La justicia o ira divina no se manifiesta a latigazos de un Dios colérico, sino por la perversidad del hombre que con su insensatez perturbó la obra creadora de Dios, por lo cual gime buscando y esperando un Redentor. Éste es el Evangelio de Jesucristo.
Por Mons. Mario De Gasperín Gasperín