La Iglesia es comunidad y toda comunidad es inevitablemente cuerpo político, porque genera una identidad. En el caso de la Iglesia dicha identidad no proviene de una serie de ideas más o menos manipuladas por el poder, ni de una efusión sentimental todavía más manipulable y cambiante, sino de un hecho real: el Encuentro con Cristo.
Es Cristo quien “manifiesta el hombre al propio hombre” (Gaudium et spes, 22) y le hace libre ante los poderes de este mundo, ante el juicio ajeno e incluso ante la muerte insobornable. Es por la pertenencia a Cristo por la que somos un pueblo unido, como miembros de Su cuerpo, sin que el color de la piel, el lugar de origen u otros condicionantes nos tengan que separar: cada hombre se le aparece al cristiano como templo único y sagrado del Espíritu Santo.
Toda identidad, especialmente la que pretenden imponer los estados modernos o los nacionalismos disgregadores, es una copia de la pertenencia política por excelencia: la pertenencia a Cristo y a su Iglesia. De ahí nace una comunidad que no se diferencia de las demás por su bandera o por su himno. Se diferencia, en palabras del Papa Francisco, por “tres peculiaridades: la armonía entre ellos, la paz; el testimonio de la Resurrección de Jesucristo y los pobres”. Un pueblo que integra, que reúne, que acoge con amor.
La Iglesia es la comunidad por excelencia y la esperanza para una humanidad herida por el pecado y, por lo tanto, por la división. Decía el Papa hace unos meses: “Existe un aire de división, no sólo en Europa, sino en los mismos países. Recuerda usted Cataluña, el año pasado Escocia.(…) Para mí siempre la unidad es superior al conflicto (…) la fraternidad es mejor que la enemistad y las distancias, digamos. La fraternidad es mejor”.
Los discípulos del Señor no nos distinguimos por ser poderosos, tener dinero o estar detrás de movimientos hegemónicos. Es el amor lo que nos distingue, y en la separación, en la disputa, en el conflicto, siempre está escondido el demonio. Cuando adoptamos una posición ante la realidad deberíamos preguntarnos: ¿damos testimonio de amor fraterno? ¿Damos testimonio de la Resurrección de Cristo? ¿Dejamos abandonados a los que pasan necesidad? Esas son las tres preguntas claves que debe hacerse una comunidad que desee llamarse cristiana.
Por Marcelo López Cambronero para El Observador de la actualidad