Tener un hijo es una aventura. Sus padres inician a conocerlo, le ofrecen mil ayudas y protecciones. Quieren enseñarle a vivir correctamente y a evitar los peligros cotidianos.
El acompañamiento es muy cercano durante los primeros años. El niño pequeño necesita continuas ayudas para no meterse objetos punzantes en la boca, para no introducir los dedos en un enchufe, para no tocar un insecto peligroso.
Conforme crece, el hijo pide más autonomía, y aparecen nuevos riesgos. Los padres dan mandatos, consejos, indicaciones. En un momento determinado, el hijo empieza a escoger en libertad.
Ese momento resulta clave y genera no pocas ansiedades. ¿Volverá el hijo a tiempo? ¿Escogerá buenos amigos? ¿Estará empezando a abusar de la cerveza o de alguna droga? ¿Será honesto en sus exámenes?
Un texto de una madre de familia publicado en un libro reciente refleja los sentimientos que surgen cuando se constata cómo el hijo deja de ser un niño para introducirse en el mundo de los adultos.
«Cuando mis hijos eran pequeños, quien pensaba por ellos y decidía por ellos era yo. Todo resultaba fácil: lo único que estaba en juego era mi libertad. Pero, en un momento dado, cuando me di cuenta de que mi papel consistía en ir acostumbrándolos a elegir, sentí nada más asumirlo que me invadía la inquietud».
Ha iniciado una etapa decisiva de la aventura personal: el hijo deja de estar bajo el control completo de sus padres. Ahora empieza a caminar por sí mismo. Así sigue el texto:
«Al dejar que mis hijos tomaran decisiones y, por lo tanto, corrieran riesgos, al mismo tiempo yo también corría el riesgo de ver aparecer otras libertades distintas a la mía. Si con demasiada frecuencia he seguido eligiendo en su lugar, he de confesar que ha sido para ahorrarles el sufrimiento derivado de una elección que más tarde podrían lamentar; pero también, y en la misma medida si no en mayor medida, para no arriesgarme a vivir en desacuerdo entre su elección y lo que a mí me gustaría verles hacer».
Esa madre experimentaba un conflicto de voluntades: la suya, deseosa de controlar al hijo; la del hijo, que va conquistando cada vez más espacios en el mundo de los adultos. La parte final del texto es sumamente clara:
«Faltaba amor por mi parte, porque actuando así lo que quería por encima de todo era protegerme contra un posible sufrimiento: el que he experimentado cada vez que mis hijos han emprendido un camino distinto al que yo consideraba mejor para ellos. Así he conseguido entrever cómo es posible que Dios Padre sufra. Nosotros somos sus hijos. Quiere que seamos libres de construirnos a nosotros mismos y el Infinito de su Amor le impide toda coacción. Amor perfecto, sin traza de cálculo, pero que implica la aceptación de un sufrimiento inherente a esa libertad total que quiere para nosotros» (carta contenida en el libro-entrevista al Card. Robert Sarah publicado con el título «La fuerza del silencio»).
El final del texto dirige la mirada a Dios. Porque también Dios es Padre y nos ha hecho hijos en la libertad, con todo lo que eso implica de grandioso… y de peligroso.
La relación entre padres e hijos se construye sanamente cuando se acepta la libertad de cada uno. Los padres aman en plenitud cuando se aceptan libremente y cuando acogen en su amor a cada hijo. Los hijos llegan a la madurez cuando se dejan amar y aprenden a orientar sus decisiones desde el amor y para el amor.
Así actúa Dios con nosotros, a pesar de que los riesgos de esa aventura eran (y son) muy elevados, como muestran los miles de pecados de la historia humana.
La cara más difícil de la moneda de la libertad (es posible el fracaso) está unida a la otra cara, la posibilidad del triunfo verdadero. El cual se produce cuando padres e hijos asumen correctamente la propia libertad y la orientan a vivir como nos enseña nuestro Padre del cielo: amando hasta dar la vida por los hermanos.
P. Fernando Pascual