Nuestra familiaridad respecto al cristianismo nos hace a veces perder de vista su novedad en los ámbitos cultural y político. Sin considerar todavía el Cielo, la vida en este mundo ya no es igual a como era antes de que Cristo viniera, o a como es la vida de las personas en zonas aun sin recibir el Evangelio.
Que Cristo sea Rey no significa sólo que suyos son el Reino, el Poder y la Gloria, no de los reyezuelos, políticos y demagogos que nos gobiernan; ni significa sólo que éstos no deban gobernarnos según su capricho, como lo hicieron antes de Jesús los faraones en Egipto y los emperadores en Roma; ni significa sólo que deban hacerlo según manda Nuestro Señor, con justicia y sabiduría; significa además, desde entonces, que quien gobierna debe actuar según el modelo de Jesucristo mismo, quien se puso a servir antes que ser servido—dando ejemplo en la Última Cena al lavarles los pies a sus discípulos—y a amar antes de ser amado—que lo hizo al extremo al morir por nosotros en la Cruz—. Desde que vino Jesús, quienes nos gobiernan no pueden ya, fingiendo ignorancia, creerse amos de su pueblo, ni tratar a cada uno como súbdito a quien explotar y aplastar a capricho. Desde que vino Jesús saben bien que son servidores públicos cuya función es procurar el bien de cada una de las personas. Que la Iglesia lo haya predicado a diestra y siniestra es la principal razón de las múltiples persecuciones que hemos sufrido los cristianos por parte de los más distintos césares, persecuciones que todavía sufrimos hoy.
Que Cristo sea Rey significa que la autoridad de quienes nos gobiernan les ha sido delegada por doble vía, primero por Dios y luego por su pueblo. Por tanto, su tarea no es mandarnos. Su tarea es cumplir con los mandatos que les hemos dado Dios y su pueblo.
Que el mandato también proviene del pueblo ocurre por la alta dignidad de cada uno de nosotros. No somos ya objetos que disponer, por el tirano, de usar y tirarse, como ocurría antes de Cristo. Somos cada uno de nosotros, según se nos ha revelado, imagen y semejanza del mismo Dios. Es más, por el bautismo se nos ha ungido como reyes, sacerdotes y profetas, y se nos ha incorporado el Cuerpo Místico de Cristo, por lo cual somos hijos de Dios, príncipes herederos del Reino. Bien lo dice san Pablo: “Porque todos los que fuisteis bautizados en Cristo, de Cristo os habéis revestido: no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer; porque todos sois uno en Cristo Jesús”.
La libertad, igualdad y fraternidad no son inventos de la Ilustración, son realidades que fueron predicadas muy antes por los apóstoles, en función de ser todos hijos de Dios. Que los ilustrados antirreligiosos pretendieran luego hacerlas suyas, no les quita su origen cristiano, pero sí las empobrece porque, divorciándolas de su fuente, Dios mismo, no tienen ya fundamento.
Ahora bien, los cristianos no tenemos que negar la legítima diversidad. Es más, no tenemos por qué no alegrarnos por ella en la medida que responde a los dones especiales que cada uno recibe de Dios y en la medida que sin esta diversidad seríamos todos seres homogéneos como salidos de una fábrica de producción en serie, a modo de los chinos en la época del ateo Mao. Lo que no podemos permitirnos es considerar menos a nuestro próximo a tal punto de creer de lleno en las distinciones de clase, y aun en la separación, como ocurre en algunos países, entre la nobleza y los plebeyos; creer, en fin, que estas distinciones reflejan la aprobación o desaprobación de Dios hacia sus hijos. De hecho, ningún cristiano de ningún modo piensa en serio que la sirvienta sea menos, a los ojos de Dios, que su empleador; o que el pordiosero, a los ojos de Dios, sea menos que el empresario o el gran intelectual alabado por las élites. Más bien nos inclinamos a creer que Dios prefiere al pobre como lo mostró Jesús en su paso por este mundo. Vaya usted a la India y verá que allí se toman todavía al pie de la letra eso de las castas, y piensan que los parias lo son porque se lo merecen y porque lo quiso el destino. Por ello, el cristiano, cuando la diversidad niega la dignidad humana, sí se rebela; el ciudadano de la India, no.
Las relaciones en la familia también cambiaron. Parecería que no cambió el patriarcado porque el hombre, nos dice san Pablo, sigue siendo la autoridad. Pero en el contexto cristiano, quien recibe la autoridad, ya lo vimos, la recibe para servir a quienes se le han encomendado, como lo hizo calladamente san José, sin preocuparse por ser la figura menor en la Sagrada Familia. Y si esto no nos parece obvio, la condición de la mujer cambió radicalmente. Jesús mismo prohibió el divorcio, por lo cual una mujer ya no estaba sujeta a los caprichos de un hombre que podía deshacerse de ella y cambiarla por otra cuando quisiera. Tampoco es ya, como ocurre fuera del cristianismo, una más de muchas esposas. Por si fuera esto poco, a la mujer se le reconoció la libertad para casarse, pues si no quisiera hacerlo, no podía obligársele, como antes ocurría al arreglarse los matrimonios entre distintos clanes para asegurar alianzas dentro de una tribu. Esta libertad de la mujer la atestiguan muchas santas que fueron martirizadas por negarse a casarse con un marido que no querían, y muchas santas monjas que se refugiaron en los conventos para no ser forzadas a un matrimonio no deseado. Un cambio radical más en la familia es que los hijos dejaran de ser propiedad del patriarca, como ocurría entre los romanos, quienes a capricho podían venderlos y aun matarlos. Entre los cristianos, un padre es sólo el guardián de los hijos que le encomendó Dios para conducirlos al Cielo. Los hijos, ya en edad, pueden dejar al padre y a la madre para casarse y formar una nueva familia.
La cultura también cambió. En gran medida, la Iglesia fue la fundadora de las universidades y de la ciencia moderna. Las cosas ya no era necesario estudiarlas por considerarlas mágicas o presencia de los dioses, como lo hicieron los paganos. Los cristianos no confundimos al Creador con sus creaturas. Por ello, san Alberto Magno advirtió en el lejano siglo XIII que “la tarea de la ciencia natural no consiste en aceptar simplemente cosas relatadas, sino en investigar las causas de los sucesos naturales”. Y dijo también: “Al estudiar la naturaleza, no debemos preguntarnos cómo Dios el Creador puede, como lo desea libremente, usar a sus criaturas para obrar milagros y así mostrar su poder; más bien tenemos que investigar qué es lo que la Naturaleza con sus causas inmanentes puede naturalmente llevar a cabo”. Los cristianos fuimos los que emprendimos de lleno la tarea de estudiar la naturaleza por lo que es.
Y, para poner un último ejemplo, las artes no pudieron ser ya las mismas. Fuimos los cristianos quienes empezamos a contemplar las cosas como criaturas de Dios, y no como caprichosos dioses. Esta nueva contemplación nos permitió descubrir con asombro la sabiduría de su creador, y la gozamos y reproducimos en nuestras obras de arte. Dejaron nuestras obras de representar demonios, como lo hicieron los paganos que no entendían que las cosas eran criaturas y no dioses caprichosos. Imitamos más bien la naturaleza para proclamar la grandeza y sabiduría de Dios. Y tenemos sobre todo esperanza. Entre los cristianos ya no es posible concebir propiamente la tragedia, porque no nos consideramos sujetos a los caprichos de los dioses. Lo que producimos son dramas, es más, novelas, porque sabemos que Dios nos da la vida, la libertad y los recursos para elegir el camino recto. Así, si en un cuento el personaje elige correctamente, pero en el camino fracasa según el mundo, no lo consideramos un sinsentido, pues Dios de cualquier manera lo acogerá. Jesús, desde la Cruz, nos recuerda que el fracaso no niega la redención ni el triunfo final. En cambio, si el personaje elige el mal y según el mundo triunfa, no lo consideramos tampoco un sinsentido, porque sabemos que ése no es el final, pues el final será que el personaje encare a un Dios que es justo. Y si todavía hay literatos y lectores que se regodeen después de todo en el sinsentido es porque se niegan a acogerse a la esperanza en Jesús.
por Arturo Zárate Ruiz