Jesús es “la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre”.
Es Luz porque es la Verdad, la Bondad y la Belleza perfectas. Es la Vida y la Sabiduría mismas. Tal es su resplandor que quedaríamos deslumbrados, ciegos, de no asistirnos su gracia al mirarlo y aproximarnos a Él.
No sólo nuestros ojos están hechos de limitada carne, también han sido manchados y obscurecidos por el pecado. Sin su Misericordia, quedaríamos en tinieblas, y nos comportaríamos como tales. Seríamos como las tinieblas que “no lo recibieron”. Seamos mejor como esa cueva, ese establo, esa nada (que eso seríamos si esa Luz no nos sostuviera), seamos el pesebre que no obstante en medianoche dio cobijo al Divino Niño. Y contemplemos su fulgor.
Al contemplarlo es muy posible que nos asustemos. Su luz nos revelará quienes somos. Y tal vez entonces exclamemos como san Pedro: “¡Apártate de mí que soy un pecador!”. Que no ocurra entonces como prefirió Adán: alejarse, ocultarse. La cercanía de Dios le revelaba su pecado, y por eso se escondió, se apartó de quien es Luz. Así, creyó el primer hombre, no contemplaría sus miserias. Así hacemos nosotros cuando optamos por bloquear esa Luz y la ignoramos, para que no lastime nuestro orgullo tras caer en cuenta de nuestra pequeñez y corrupción.
Acerquémonos siempre a esa Luz incluso cuando notemos que entre más nos aproximemos a ella, más visibles serán nuestras manchas, aun las más imperceptibles y veladas. Que el contemplar esa Luz sea, pues, una oportunidad de abajarnos, de abatirnos, ante la Majestad de Dios. Que su Luz nos purifique y nos purgue. Ya en esta vida y en el Purgatorio que eso suceda, un acercarse y acercarse más a esa Luz que purifica, pero que también nos funde como el fuego al oro. No sino acrisolados es que entraremos finalmente en el Reino.
Contemplemos además esa Luz porque nos muestra el Camino. Ese Camino es Jesús mismo. Seguirlo no es sólo el recibir su Salvación, sino es además unirnos a Él en su misión de Salvación, que es la de participar a nuestros hermanos su perdón, su amor, su misericordia y su gracia. Así, contemplemos esa Luz en nuestro hermano que espera de nosotros los dones que ya nos ha participado Dios.
Contemplemos esa Luz con asombro, con maravilla. Acerquémonos a esa Luz admirando sus obras. Dice la Escritura: “Sí, vanos por naturaleza son todos los hombres que… al considerar sus obras, no reconocieron al Artífice [y] tomaron por dioses rectores del universo al fuego, al viento, al aire sutil, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa o a los astros luminosos del cielo… si fascinados por la hermosura de estas cosas, ellos las consideraron como dioses, piensen cuánto más excelente es el Señor de todas ellas, ya que el mismo Autor de la belleza es el que las creó. Y si quedaron impresionados por su poder y energía, comprendan, a partir de ellas, cuánto más poderoso es el que las formó. Porque, a partir de la grandeza y hermosura de las cosas, se llega, por analogía, a contemplar a su Autor”. Contemplemos además esa Luz con sobrecogimiento, la cual se nos revela como el Amor mismo, desde la Cruz.
En fin contemplemos esa Luz con adoración. Que nuestro amor y Amor mismo se fundan en una sola llama, y así se cumpla la voluntad de Dios.
por Arturo Zárate Ruiz