La piedad popular es la manera sencilla y profunda a la vez con que el pueblo creyente vive su fe. Es la expresión del alma cristiana de un pueblo que se hace cultura. Sus formas son múltiples, diversas, creativas. Lo que la Iglesia católica enseña como doctrina y ritos, el pueblo lo vive y traduce mediante signos, cantos, danzas, rezos y devociones. Es una cultura católica popular cuya riqueza la Iglesia estima, cultiva y tutela a la vez.
Entre las expresiones más significativas de la piedad popular se cuentan las peregrinaciones. El peregrino experimenta el gozo de caminar junto a los hermanos al encuentro de Dios y de su Madre santísima que los espera y escucha. Es una experiencia que marca la vida. El peregrino siente la presencia de Cristo resucitado que se hace compañero de camino, que comparte sus sentimientos y alienta su esperanza. Ninguno retorna decepcionado. Este es un hecho que pocos perciben y que nadie aquilata en su profunda dimensión e impacto religioso y social. El número de creyentes que buscan esta experiencia espiritual y social merece respetuosa atención.
La afluencia en Diciembre a la Basílica de Guadalupe en el Tepeyac se calcula en siete millones de peregrinos; y en veinte millones durante el año. Si sumamos los que visitan los Santuarios guadalupanos en todo el país, el número supera la mitad de la población, quedándonos muy cortos según algunos. Al considerar la situación socioeconómica de los peregrinos, veremos que estas cifras coinciden con el número de pobres que señalan las estadísticas oficiales y oficiosas del país. Es la mitad, por lo menos. Es el México pobre y necesitado, no incorporado ni tomado en cuenta por el sistema del poder. Es el mexicano “descartado”, dice el Papa, al que nadie escucha, el que viene para ser escuchado y remediado en sus males, suplicando consuelo, auxilio, protección y salud, como lo prometió Santa María de Guadalupe.
El pueblo no desespera. Espera y sigue confiando. ¿Qué es lo que lleva en su corazón? Primero, da gracias. Agradece a Dios lo elemental: el haberle dado y conservado la vida, el tener una familia y haber podido volver. Su súplica es lo cotidiano, de lo que carece: trabajo, pan, salud, protección, retorno de sus familiares, encuentro de los desaparecidos, consuelo por los hijos o esposos asesinados, alejamiento de los vicios, descanso de sus almas y perdón de sus pecados. Lista de nobles deseos que se convierten en un clamor nacional que nadie escucha y que sí menosprecian.
Cuando el Papa Francisco visitó el Santuario del Tepeyac y se quedó por largos momentos mirando y dejándose mirar por Nuestra Señora de Guadalupe, dijo así a los Obispos en la Catedral: “Dios les pide tener una mirada capaz de interpretar la pregunta que grita en el corazón de vuestra gente, la única que posee en el propio calendario una “fiesta del grito”. A ese grito es necesario responder que Dios existe y que está cerca a través de Jesús” (13-II-2016), a quien nosotros conocemos por medio de su Madre santísima. Solemos celebrar con gozo patriótico el grito de libertad. Pero, para el incontable número de hermanos nuestros sumidos en la pobreza, eso no es más que una confirmación de su estado de postración y dolor. Ese clamor del pobre sigue resonando vigoroso en los Santuarios y templos guadalupanos de nuestra patria, y también en el extranjero, en espera de una respuesta que tarda en llegar pero que seguramente se cumplirá. Ahora, entre tanto ruido electorero, toca a la Iglesia escucharlo y hacerlo escuchar.
Por Mario De Gasperín Gasperín