Me llamo Montserrat Vázquez, soy de León, México y llevo casada 13 años.
Cuando llegó nuestro primer “amor”, así le llamamos a nuestra primera hija, todo fue alegría y emoción. 4 años más tarde, recibimos una gran noticia: Estaba nuevamente embarazada. Y todo a nuestro alrededor era felicidad, hasta que, a los tres meses, acudimos al médico porque me dolía bastante el vientre y no podía caminar largas distancias sin sentirme fatigada y cansada. Nos comentó que era normal, pero en los siguientes meses me seguía sintiendo mal, cansada, sin energía.
Mientras me iban haciendo revisiones y estudios, cumplí los 6 meses de embarazo. Entonces el médico nos citó a mi esposo y a mí. Recuerdo que el médico especialista nos dijo que mi bebé venía con una malformación cerebral y me comentó que era demasiado tarde para un aborto, pero que para que “yo” no sufriera el rechazo de la gente, me proponía una cesárea y sacar al bebé que nacería muerto porque, decía, este tipo de malformaciones son tan severas que los niños no nacen vivos. Mi primera reacción fue hacerme la fuerte y aguantar mi llanto. Me dolía tanto la garganta que quería salir corriendo del consultorio.
Lloré muchísimo, quería gritar y le reclamé al Señor y le pregunte mil veces “¿por qué?, si siempre me he portado bien, siempre he estado adherida a la iglesia, ¿por qué a nosotros?, ¿por qué, Señor?”. Recuerdo haber llorado todo el embarazo, no comprendía nada, me sumí en una profunda depresión, nada me consolaba, todos los días discutía con mi esposo y, mi niña que tenía 4 años en ese momento, recibía lo peor de nosotros como pareja, aunando a eso la falta de dinero porque yo dejé de trabajar. Tuvimos que costearnos muchos estudios y medicamentos.
A diario, pensaba qué íbamos a hacer con un bebé así. ¿Cómo la llevaría a la escuela? ¿Qué pensaría la gente? Y mil tonterías me cruzaron por la mente hasta pensar en no tenerla, o que un “accidente” podría remediar esta situación. Todo me cruzó por la mente.
No regresé con ese médico que me propuso terminar la gestación de mi bebé a los 6 meses, buscamos otros médicos y pasaron los meses y llegó el momento del parto. En cuanto me entregaron a “Luz”, así le pusimos de nombre a mi bebé, vi a una hermosa niña de piel blanca y rosada, tan bella que parecía un ángel. El primer diagnóstico estaba equivocado, Luz estaba aparentemente bien, el médico nos dio de alta y nos fuimos a casa, dando gracias a Dios.
Pasaron cinco meses y Luz supuestamente crecía normalmente, hasta que empezó a convulsionar. En dos días convulsionó aproximadamente 200 veces. La llevé con varios médicos y nadie me daba un diagnóstico. Rogué y supliqué a Dios que esto no estuviera pasando. Luz no dejaba de llorar y casi no comía, ya no se pegaba a mi pecho y yo me sentía muy desesperada.
Cuando al fin contactamos con un médico neurólogo pediátrico que nos escuchó, le realizó varios estudios y nos confirmó el bendito diagnóstico que al día de hoy me hace arrodillarme ante mi Señor que se fijó en esta familia para entregarnos lo más grande: Una maravillosa persona con discapacidad. No es una persona especial, es una persona extraordinaria.
Al día de hoy mi Luz es una niña de 8 años por la gracia de Dios, ella es la hostia blanca y pura que Dios nos encomendó, es la maestra de la casa, es nuestra guía, es mi Señor Jesús haciéndose presente todos los días en su cuerpecito frágil. El diagnóstico de Luz ha cambiado un poco para gloria de Dios, mi Luz convulsiona aproximadamente 50 veces al día, tiene una malformación cerebral llamada liscencefalia, microcefalia, es hipotónica, ciega, muda, tiene principios de osteoporosis, no camina, no se sienta, no sostiene su cuello, lleva sonda gástrica para alimentarla, y tiene un padecimiento que se llama Síndrome de Lennox.
Mi Jesús la pensó de esa manera, la formó y tejió maravillosamente en mi seno. Yo le pedí al Dios un milagro: que reconstruyera el cerebro de Luz y Dios escuchó mis ruegos, me concedió un gran milagro, reconstruyó “mi cerebro”, mi corazón, nos reconstruyó como familia, comprendimos que nuestro Señor es muy bueno con nosotros pues mi Luz no necesita caminar, siempre la cargamos y la llevamos a todos lados, no necesita ver pues yo le muestro lo que hay, no necesita hablar, es un diálogo callado, en el silencio, es amor en su máxima expresión, nos entendemos perfectamente sin decir nada, aunque nunca escuche su dulce voz, no hace falta, mi corazón la escucha.
El mundo quiere ver personas perfectas que caminen, hablen y vean pero la verdadera perfección está en el amor, somos hijos de un Dios de amor y ese amor no tiene límite, es infinito.