Son curiosas las arengas con las que los ateos promueven su incredulidad. Diseñan estudios “científicos” ad hoc para supuestamente probar con ellos que quien niega a Dios es más inteligente que quien lo afirma. Intentan convencer así a muchos despistados de que si aceptan el ateísmo demostrarán que son más listos que el vecino que agradece a Dios sus bendiciones.
Lo más curioso de todo esto es que aunque los ateos pretendan entender mejor las cosas que los practicantes de una religión, estos ateos reconocen al final que no entienden nada de nada. Para ellos todo carece de sentido.
O, cuando mucho, sus esperanzas son menores que las de los creyentes en Dios. Neil deGrasse Tyson, por ejemplo, se conforma con creer en la Tierra y en las posibilidades de vida extraterrestre, en creer no en la supervivencia personal suya, sino en la de su especie. “Tenemos una esperanza colectiva: la Tierra”, dice. Y agrega: “El día en que cesamos la exploración del cosmos, es el día que amenazamos la continuación de nuestra especie”.
Ateos de más renombre, como Bertrand Russell, explican, sin embargo, que creer en la Tierra o en el Cosmos o en la supervivencia de la especie no reviste esperanza ninguna, no tiene ningún sentido:
“Que el hombre es el producto de causas que no previeron el fin que estaban alcanzando; que su origen, su crecimiento, sus esperanzas y sus temores, sus amores y sus creencias, no son sino el resultado de una disposición accidental de átomos: que ningún ardor, ningún heroísmo, ninguna intensidad de pensamiento o sentimiento, pueden preservar una vida más allá de la tumba; que todos los trabajos, toda la devoción, toda la inspiración, todo el brillo del genio humano, están destinados a la extinción en la vasta muerte del sistema solar; y que el templo entero de la culminación del Hombre debe quedar enterrado inevitablemente bajo los restos de un universo en ruinas. Todas esas cosas, si no están totalmente fuera de discusión, son casi tan seguras que ninguna filosofía que las rechace puede esperar mantenerse en pie. Sólo dentro del andamiaje de estas verdades, sólo sobre la base firme de una desesperación inquebrantable, puede construirse una segura morada del alma”.
Confrontado con esta desesperanza atea, Neil deGrasse Tyson no puede sino reconocer que “nada humano o inhumano tiene significancia ninguna”. Es decir, nada de lo que existe o hagamos tiene valor ninguno.
El famoso físico y promotor del ateísmo, recientemente deceso, Stephen Hawking, aun con sus grandes descubrimientos sobre el mecanismo del universo, concluyó, por su incredulidad, en lo siguiente: “Ultimadamente nada en el universo posee ningún sentido”. Conclusiones como ésta me hacen dudar de su súper-celebrada inteligencia.
Jean-Paul Sartre fue durante su vida un gran promotor tanto del ateísmo como del absurdo. Sabía que ambas cosas no podían ir separadas. Pretendió defender la libertad del hombre porque en ella identificaba él la dignidad humana. Sin embargo, para él, gozar finalmente de esta libertad le resultaba más desesperante y angustiante que el contexto “social opresivo” en que según él vivía. Mejor, dijo, habría sido no gozar de esa libertad en ningún momento porque no equivaldría a más que a lo efímero o a lo caduco. De hecho concluyó que “la libertad coincide en el fondo con la nada”. De allí su libro “El Ser y la Nada”.
Al parecer, un rayo de gracia iluminó al final a Sartre. Dijo antes de morir:
“No siento que soy el producto del azar, una mota de polvo en el universo, sino alguien que se esperaba, alguien preparado y prefigurado, en resumen, un ser que solo un Creador podría poner aquí; y esta idea de una mano creadora se refiere a Dios”.
De cualquier manera, estos ejemplos de ateos, por referir a científicos y filósofos famosos, parecerían corroborar que los ateos suelen ser más listos que los creyentes.
El problema es que estos ejemplos no equivalen a más que una aguja en un pajar. El común de los ateos no son científicos ni filósofos famosos. Muchos son gente truculenta que niega a Dios por simple conveniencia. Decía Dostoievski: “Si Dios ha muerto, todo está permitido”. Es decir, sin Dios las reglas morales acaban perdiendo también su sentido y no hay razón por cumplirlas, aun cuando algunos ateos, por educarse todavía en un contexto social cristiano, todavía las obedezcan.
De hecho, el ateo truculento descubre que le conviene ignorar la moral en favor de sus apetitos y desenfreno. Si no hay un Dios, un Legislador, que le dé sentido al mundo y a la moral, ¿qué necesidad hay entonces de portarse bien, de defender a los débiles contra los fuertes? En este contexto ateo, el político griego Callicles arguyó hace 25 siglos que si gozaba de “poder”, podía, ¿por qué no?, aplastar a quien se le atravesase en su camino hacia los placeres y el desenfreno sin ningún costo porque, sin Dios, no hay tampoco ni Infierno ni castigos para los malvados que saben “salirse con la suya”.
Curiosa “inteligencia”, pues, la que identifica la felicidad en los placeres más puercos y en el desenfreno, un desenfreno que además acaba, si no en el Infierno que el ateo supone inexistente, sí en la nada, en la muerte.
por Arturo Zárate Ruiz