1. “Entre la penumbra del crepúsculo y el ánimo sombrío que les embargaba, aquel Caminante era ya un rayo de luz que despertaba la esperanza y abría su espíritu al deseo de la plena luz. Quédate con nosotros, suplicaron, y Él aceptó. Poco después, el rostro de Jesús desaparecería, pero el maestro se había quedado verdaderamente en el pan partido, ante el cual se habían abierto sus ojos”.
2. Ésta inspirada reflexión de San Juan Pablo Segundo (Mane nobiscum Domine, 2004) al comentar la aparición de Jesús resucitado a los discípulos de Emaús, teje poéticamente el juego de luces entre el atardecer y el crepúsculo del primer día de la semana -el domingo- y la esperanza ya mortecina de los discípulos decepcionados del Maestro, con la pequeña luz que va encendiendo en el rescoldo de sus corazones con el calor de su compañía, el fuego de la Palabra de Dios hasta llegar a la plenitud de la luz al recibir de sus manos el pan partido y compartido, como tantas veces lo habían visto hacer.
3. Esta experiencia espiritual nos muestra cómo la luz de la fe y la alegría de la esperanza en el Resucitado se fueron abriendo camino en el corazón de las primeras comunidades cristianas, primero en compañía del Caminante desconocido y ahora, ya familiar, al sentarse juntos a la mesa y compartir el mismo pan. Es el paso de la experiencia existencial, al testimonio vivencial y a la misión universal. Es el proceso evangelizador que debe seguir toda comunidad de discípulos. Al principio, la duda y la desconfianza imperan. Los apóstoles reciben el anuncio de las mujeres -María Magdalena, Juana y María de Santiago-, como pura “fantasía”; Pedro fue al sepulcro, vio, pero “volvió extrañado”; los dos de Emaús “tenían los ojos incapacitados” para ver. Todo es duda y desconcierto, pues se diluyó la esperanza en el Libertador de Israel, como ellos lo pensaban. Jesús es, y sigue siendo para muchos, la gran decepción, porque quieren a un Jesús a su manera. “¡Dichoso el que no se decepcione por mí!”, lo había advertido.
4. A la decepción sigue la huida. Los discípulos van huyendo, pero el Caminante no los pierde de vista. Sencillamente va tras ellos. Camina en silencio y alcanza los huidizos. Se une a su compañía, interesándose por su tristeza. Cleofás, desconfiado, estalla en una respuesta brusca: “¿Sólo tú ignoras lo sucedido…?” ¡Deberías enterarte! Él responde con un simple: “¿Qué cosa?”. Se abre el diálogo, se abre el plan de Dios en las Escrituras, se abren los corazones, se abren las puertas del hogar, se abren las manos que parten el Pan, y “entonces, se les abrieron los ojos y lo reconocieron”. La choza de los peregrinos se iluminó con el fuego hospitalario del hogar, con la luz de la palabra divina y con la presencia del pan vivo bajado del cielo, ahora hecho pan del peregrino, la eucaristía.
5. Pero él desapareció. Bien hubieran querido retenerlo con ellos. ¿Cuántas preguntas no le hubieran hecho? ¿Qué experiencias no les hubiera compartido? Pero al Resucitado no se le puede detener, aprisionar, manipular. Nadie goza de su exclusiva. Es el jardinero para Magdalena y luego su maestro. En Tiberíades prepara brazas para el desayuno, come con los dudosos, aparece llagado para los incrédulos, traspasa los muros del cenáculo y sube a las alturas. Jesús es libre, plenamente libre, pero tiene sus preferencias: Lo encontramos cuando, como peregrino, toca y le abrimos la puerta; cuando leemos y meditamos las Escrituras y cuando compartimos el domingo el Pan de la Eucaristía.
Mario De Gasperín Gasperín