Por Shirley Barbosa
“Libertad es lo que uno hace con lo que le han hecho”. (Jean Paul Sartre)
Mi historia empieza, realmente, con María Olga Barbosa, una joven campesina de Villa de Leyva (Boyacá).
A sus 19 años e hija mayor de una familia numerosa, compartía la responsabilidad de cuidar a sus seis hermanos, debido a que quedó huérfana de padre muy joven. Era la forma de ayudar a su mamá, María del Carmen Barbosa, una mujer humilde y campesina quien había tenido que enfrentar la dura prueba de quedar viuda al cuidado de sus siete hijos.
María Olga Barbosa se enteró que estaba en estado de embarazo porque su estómago comenzó a crecer y le fue muy duro afrontar esa noticia y esa nueva realidad de que iba a ser madre. Ocultó la verdad, pues había sido víctima de una violación por parte de un capataz de una hacienda cercana. El trauma que esto conlleva, la presión social, el tener que explicar algo tan vergonzoso a su madre y la mala situación económica de la familia, fueron algunos de los obstáculos más grandes que le tocó enfrentar.
En 2015, el 86,9% de las mujeres colombianas entre 14 y 49 años abortaron de manera legal tras sufrir de una violación, pero María Olga Barbosa, con determinación y a pesar del miedo que sentía a su corta edad, le dijo “no al aborto y si a la vida”.
En diciembre de 1977 nací yo, Shirley Barbosa, en Villa de Leyva.
Después de tener a su primera hija, María Olga Barbosa se vio obligada, por razones económicas, a viajar a Bogotá en busca de un mejor futuro para su bebé, para ayudar a su madre y hermanos. Por el amor y respeto que sintió hacia su hija, decidió callar su dolor infinito, guardó la realidad de la concepción forzada de su niña, y tomó la decisión de intentar continuar con su vida como si nada hubiera pasado.
Por fortuna, el vínculo entre María Olga Barbosa y su madre era de hierro, y nada ni nadie lo podía romper. Con el viaje a Bogotá, Shirley se quedó al cuidado de su abuelita, quien la tomó a su cargo y la educó y consintió mucho.
A sus doce años ella tuvo que regresar con su madre y sus hermanos, y hacerse cargo como hermana mayor de ayudar a su madre, quien prácticamente no tenía tiempo porque debía sostener a sus hijos y apoyar a la familia. El vínculo afectivo entre madre e hija fue un poco distante porque, a pesar de que su madre siempre estuvo pendiente de ella, a quien ella consideraba su madre era a su abuela de crianza. Por supuesto, la adolescencia de Shirley no fue fácil. Tuvo que adaptarse a su nueva familia, en la cual ella ya no era la consentida y tenía que asumir un rol del cuidado de una casa y de sus hermanos.
Cuando Shirley tenía 17 años, ella y su novio ya habían tenido relaciones sexuales. Como consecuencia de su actividad sexual quedó en estado de embarazo. El novio, de 23 años, se dejó afectar por el temor, el entorno, el miedo a la responsabilidad de sus actos y ver afectado su proyecto de vida. En un estado profundo de negación decidió animar a Shirley a practicarse un aborto, justificando que este “era un embarazo inesperado”, que dañaría su vida y que nadie en la familia lo aceptaría.
Tras el aborto, la joven sufrió un trauma psicológico y fisiológico. Hoy determinado como trauma post-aborto. Un daño que ella veía como irreparable, que la condujo por un camino de depresión y alteraciones de conducta. Sin pensarlo, tan solo un año después de cumplir 18 años quedó nuevamente en embarazo; el padre de este bebé era el mismo que la había impulsado a realizarse un aborto. Para esconder el aborto y asumir la llegada de un nuevo hijo él le sugirió el matrimonio. Ella, con el corazón roto por la pérdida de su primer hijo, muy confundida, pero con la cabeza llena de sueños por cumplir, sabía en el fondo de su ser que su nueva prioridad era el bebé que venía en camino, quería sentir que podía suplir la pérdida que había sufrido un tiempo atrás, y evitar convertirse en una carga de doble proporción para su madre, quien como madre soltera que era ya asumía una gran responsabilidad por sus hermanos.
Después de casada, la violencia intrafamiliar comenzó. La convivencia se deterioró y los dos se agredían física y verbalmente. Ella lo responsabilizaba al 100% de su dolor, y todo siempre volvía al mismo punto de cuando tenía 17. La llegada de su nuevo hijo no era un aliciente, al contrario, ella manifiesta que su dolor por la pérdida de su primer hijo nunca disminuyó, al contrario, muchas veces se alejaba y se adentraba en su dolor y soledad. El aborto que cometieron, no callaba, tanta fue la violencia entre los dos, que Shirley manifiesta, solo veía dos opciones “era él, o yo”.
Cuando las supuestas responsabilidades sexuales de una esposa hacia su esposo eran negadas, la historia de María Olga Barbosa se comenzaría a repetir con su hija. Pues las violaciones sexuales por parte del esposo de Shirley se convirtieron en el “pan de cada día”. Era una mujer con mucho dolor pues los dos hijos de la pareja también eran involucrados en las discusiones y problemas del hogar. La violencia intrafamiliar era el cáncer de su vida.
Los hijos del matrimonio comenzaron a evidenciar los problemas familiares y los problemas no se hicieron esperar.
Shirley realmente odiaba a su compañero sentimental por ser una persona muy posesiva y agresiva. El silencio de esta mujer, fuerte y luchadora, duró diez años. Ante la sociedad eran la pareja modelo, un ejemplo a seguir, y se veían como una familia perfecta. Lo triste, es que de las puertas de su casa para adentro todo era distinto y no parecía mejorar.
Cuando Shirley decidió dejar de callar y comenzar a hablar tenía 28 años. Parte de ese proceso fue enfrentar la realidad de dónde venía. Su madre, con el corazón en la mano, decide contarle toda la historia de cómo ella era “hija de una violación”. Una verdad cruda y devastadora para madre e hija, puesto que ese mismo día Shirley le cuenta a su madre todo lo que le había pasado en esos diez años y como había tenido que sufrir después de haber sufrido el aborto de su primer hijo, pero allí se permitió romper el silencio y enfrentar su duelo y su dolor.
Shirley comenzó a ir y ayudar en la iglesia y, sin pensarlo, poco a poco se fue involucrando en distintos grupos pastorales, donde ella asegura que conoció “la infinita misericordia de Dios”. Decidida, iba a la iglesia para confesar sus pecados y este fue el primer paso para cambiar su vida. Con la ayuda de las personas que la rodeaban, y por decisión propia de seguir adelante, logró un acompañamiento espiritual, psicológico y psiquiátrico, que la ayudaron a comenzar el difícil camino del perdón y la sanación.
En el año 2007 ella decide irse de su casa junto con sus dos hijos y luchar para que ellos afrontaran la separación de la familia y una nueva vida junto a ellos.
En el 2010, inicia el proceso de nulidad, pero una y otra vez se negaba a edificar todos los sucesos transcurridos antes y durante su matrimonio, había que edificar el perdón, no era tarea fácil. Fue entonces, en junio de 2015, que su matrimonio fue anulado por la Iglesia Católica, cuando ya había realizado la gran labor de trabajar en sí misma, con apoyo de profesionales y sacerdotes de la comunidad, de todo ese proceso vino el perdón y con el comprendió que “No hay nada más hermoso que mirar a esa persona que tanto odiaste y ya no sentir nada”. Sus hijos eran el mayor tesoro y por ellos había decidido que nada la detendría, aunque como consecuencia de la violencia vivida, sus dos hijos fueron víctimas de las drogas. Su hija de 19 años, logró superar la adicción a la marihuana después de ser consumidora por casi un año; su hijo, de 21, se encuentra hoy en día en proceso de superación, además de ser padre de un hermoso hijo de 2 años, que es el motor de la familia.
Hoy, entiende que Dios le regaló la vida desde el acto de la violación, pero que eso no la define y sabe que merece ser valorada y respetada. “Hoy puedo decir que perdoné a mi padre y al padre de mis hijos”, pero no sólo eso, también afirma que se perdonó a sí misma, se reconoce “no como víctima, pero como constructora de mi vida y de mis sueños. Esos sueños que hoy construyo junto a mis hijos, a mi nieto y mi demás familia, además de los grandes amigos que han llegado a la Fundación».
Puedo decir que cuento con el regalo más grande que es la vida, la familia, y las ganas de seguir luchando.
Biografía: Shirley vive en Colombia y es fundadora de la Fundación Mujer Verde Esperanza. Escribió este testimonio para Salvar El 1