Hace unos años, con motivo de un curso que impartí en la Pontificia Universidad Católica de Santiago de Chile, me impresionó un hecho singular. Mis clases terminaban cada día a la una de la tarde, justo cuando se iniciaba la Eucaristía en la Iglesia del Campus de San Joaquín, apenas a unos metros del aula que me habían asignado. Llegaba, pues, un poco tarde, y ni un solo día pude entrar en el templo. Siempre tuve que seguir la misa desde el exterior. Los jóvenes se agolpaban hasta salir por la puerta, donde se hacía un silencio profundo para que la voz del sacerdote pudiera llegar a todos. Maravilloso pueblo, el chileno, lleno de santa devoción.
Esa fe popular, que alcanzaba con tanta fuerza a la juventud, contrastaba con las mil desavenencias, confrontaciones y falta de comunión que encontré entre los fieles que se supone son «maduros». En apenas unos días pude ver cómo muchos sacerdotes andaban en grupitos enfrentados con otros grupitos, como colegialas malcriadas, hablando con desafecto y marcada estulticia de tal o cual obispo.
Hace poco más de una semana todos los obispos de Chile le presentaron al Papa Francisco su renuncia para que él pudiera decidir cómo renovar la Iglesia del país, corrompida por la incompetencia, las desavenencias, los abusos sexuales y la ocultación de los delitos cometidos. Como ha sucedido en otras ocasiones los abusos se encubrieron y se disimularon, trasladando al culpable de parroquia en parroquia de manera que seguía en contacto con menores. Además se destruyeron documentos, se ocultaron pruebas, se mintió e incluso se extorsionó para que las víctimas guardasen silencio. Víctimas que sufrieron primero la vejación de los abusos y después el más grave daño moral (porque ya no se debe a un pecador solitario, sino a una estructura bañada en la inmundicia) de verse engañadas, rechazadas e incluso perseguidas por quienes tenían la obligación de protegerlas y salvaguardarlas.
El Informe de la Misión Especial que el Papa envío a Chile, que consta de más de 2.300 páginas, es un cúmulo de vergüenzas que ha enfurecido justamente a Francisco porque, recuerden la famosa frase, «pecadores sí, pero corruptos…» Y hay que limpiar la Iglesia de corrupción, con firmeza y seriedad, porque el Pueblo de Dios no merece pastores que compadreen con el lobo, que no es otro que el Enemigo.
Por Marcelo López Cambronero (Publicado en El Observador de la actualidad)