“Entre los malos ejemplos que se ofrecen en la vida humana—predicó el venerable fray Luis de Granada—, el más dañoso es cuando una persona, tenida en gran reputación de santidad, viene a caer en algún pecado.” Y añadió, “porque aquí es cuando los buenos lloran y los malos ríen y los flacos desmayan y, finalmente, casi todos se escandalizan y pierden el crédito de la virtud de los buenos”.
Viene esto a cuento por el mal comportamiento que han ofrecido algunos de nuestros prelados, por ejemplo, en Chile, al encubrir los abusos de algunos de sus sacerdotes. Que así haya ocurrido puede llevarnos a pensar que todos los obispos y todo el clero son personas de mala calaña, cuando en verdad la mayoría son muy buenas personas.
Sí, buenas, como muchos otros católicos, pero también—agrego yo—pecadores como cualquiera de nosotros. Sólo Dios es Santo.
Digo esto porque no pocas veces tenemos en tan alto concepto a nuestros líderes—no sólo los religiosos, también los políticos o incluso los artísticos—que los consideramos perfectos. Los idolatramos. Pero son pecadores como cualquiera de nosotros, y a veces muy pecadores.
Recuerdo entonces la leyenda del arzobispo Hatto II de Maguncia. En 968 mandó construir una enorme torre para vigilar el tráfico en el Rin y obligar a los barcos mercantes a pagarle tributo y a venderle a él su producto. Así acaparó el alimento y encareció el precio del grano en tiempos de hambruna. Es más, en lugar de oír las súplicas de unos campesinos hambrientos que pedían un poco de pan, los encerró en bodegas y los quemó vivos, exclamando: “miren, chillan como ratones”. Al poco tiempo, dice la leyenda, una plaga de ratones atacó el palacio arzobispal, y Hatto huyó a su torre. Con todo, los ratones cruzaron el Rin, se metieron en la torre, y se comieron vivo al malvado prelado.
Ha habido en todos los tiempos obispos malos: he allí Judas Iscariote. Y ha habido obispos débiles y pecadores: lo fueron todos los apóstoles al abandonar a Jesús. Lo que convenció a Hilario Belloc a hacerse católico es ver que ninguna institución podría pervivir veinte siglos en manos de hombres tan pecadores sin la asistencia de Dios quien es el único Santo.
Recordemos pues que muchos hombres a quienes idolatramos hoy, no sólo prelados, sino, aún más, a políticos y líderes exitosos, son, después de todo, pecadores y pueden caer. Pidamos, pues, para que no caigan. Y cuando cayesen, en vez de escandalizarnos, pidamos a Dios por su conversión. Pidamos que vuelvan al buen camino. Y pidamos por nosotros mismos para que no caigamos y para que, si lo hiciéramos, nos levantemos y volvamos a Jesús.
En fin, tengamos confianza en Dios. Y miremos con asombro que sobreabunda la bondad suya entre nosotros, muy por encima de nuestros pecados, que Él los borra si apelamos a su Misericordia.
por Arturo Zárate Ruiz