Dios que creó al hombre, quiere estar siempre a su lado. Esa cercanía al hombre sólo puede entenderse por el amor infinito de Dios. Él siempre ha amado a los hombres y, por eso, ha querido hacer de toda la historia humana una historia de amor consigo. Y esta historia de amor es una historia en etapas.
Hubo un primer amor, en el paraíso, y pronto una ruptura. Y a pesar de esta infidelidad humana, Dios con paciencia de enamorado, fue reconquistando el amor de los hombres. Comenzó a hablar con Abraham, con quien hizo una alianza personal. Después se reveló a Moisés y lo eligió para liberar a su pueblo. La salida de Egipto cruzando el Mar Rojo, fue la primera gran prueba del amor de Dios.
El pueblo empezó a creer en Él, y vino un primer compromiso colectivo: la Alianza del Sinaí. Allí comenzaron como las nupcias oficiales entre Dios y su pueblo Israel, unas nupcias marcadas por muchas infidelidades de parte de los hombres.
Pero nada pudo alterar la fidelidad de Dios. Siempre de nuevo renovó la promesa de su presencia amante en medio del pueblo. Finalmente anunció una prueba de amor suprema. Es la promesa: “La virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pone por nombre Emmanuel que significa: Dios con nosotros”.
En la Anunciación llegó ese momento supremo en la historia de amor entre Dios y los hombres. Porque el Hijo que nacerá de María viene a sellar una Alianza nueva y definitiva. Dios ya no quiere seguir hablándonos a través de profetas. Ahora viene Él mismo, en persona, hecho hombre, para ser el “Dios con nosotros”.
Que feliz está María en esa hora: ha llegado por fin el gran momento de la historia, ese momento que su pueblo esperaba desde hacía siglos. La historia santa pasa ahora por Ella, depende de Ella, culmina en Ella, pero en provecho de todos. En esa hora Dios le revela que quiere llevar su amor a los hombres, al último extremo posible.
Esa revelación culmina en la cruz. Y María comenzó a sufrir inmediatamente. La difícil situación frente a su prometido José. Los dos se amaban tiernamente y, sin embargo, Ella no se creyó autorizada para disponer del secreto de Dios. No tuvo más remedio que callarse, esperando y confiando en Dios.
Los dos tuvieron que amarse mucho para poder soportar juntamente tantas pruebas y sufrimientos. Porque fue precisamente el amor a Ella, por lo que José conservó su fe en María, por lo que, a pesar de todo, no dudó nunca de Ella.
Él conocía y amaba demasiado a María para sospechar de Ella. Para el que ama verdaderamente, mil objeciones no llegan a formar una duda. Para el que no ama, mil pruebas no llegan a formar una certeza.
Cuando José se encontró frente al misterio en la persona de su prometida, el problema que le angustiaba no fue un problema de amor o de confianza. Sino fue un problema de justicia y de discreción. La justicia de José consistió sin duda en que no quería encubrir con su nombre a un niño cuyo origen ignoraba.
Pero, además, convencido de la virtud de María, se negó a entregar al riguroso procedimiento de la Ley este misterio que no comprendía. Y en esa situación le pareció lo más oportuno retirarse, sin pronunciar ningún juicio sobre María.
Hermanos, también todos nosotros somos invitados a colaborar en la historia de salvación, en la historia de Alianza de amor entre Dios y la humanidad. Cada uno de nosotros tiene su tarea, su misión personal en el plan universal de Dios.
Pidamos a Jesús que haga nuestras almas atentas y abiertas para acoger sus llamados, que las haga dóciles y dispuestas a realizar su voluntad ‑ tal como nos lo muestran la Sma. Virgen y San José.
Por Padre Nicolás Schwizer