La Iglesia católica en México se encuentra en un singular momento de adaptación y reorganización. No sólo reflexiona sobre su papel en los contextos culturales contemporáneos (para el cual ya desarrolló un Plan Global con escenario al 2033) sino también se enfrenta a procesos más mundanos e inmediatos: la designación de los obispos que habrán de llevar la interlocución con el próximo gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador, al menos en los primeros tres años de su mandato.
En noviembre próximo, la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) renueva al Consejo de Presidencia (así como otras posiciones relevantes de animación y operación institucional) con un contexto social, político y eclesial sumamente desafiante. En primer lugar, los nuevos liderazgos episcopales tendrán encomienda de dar continuidad a algunos procesos eclesiales desarrollados bajo la presidencia del cardenal Francisco Robles Ortega; pero también hay necesidad de fortalecer la unidad del episcopado (una sentida petición que el propio papa Francisco y su nuncio apostólico, Franco Coppola, han hecho en público y privado a los obispos mexicanos).
Sin embargo, para llevar a cabo estos dos objetivos, los obispos también tendrán puesta la mirada en el ritmo que el nuevo gobierno imprima a las relaciones institucionales de la autoridad federal con las asociaciones religiosas. Ya se anticipan varios cambios del gobierno de López Obrador en el tono, estilo y relevancia que le dará a las relaciones de las instituciones con las iglesias: ha manifestado su interés de que el papa Francisco coopere en un proceso de reconciliación y paz en el país, ha reconocido la labor de pacificación y diálogo de los pastores y ministros religiosos en medio de las crisis sociales y, hasta el momento, ha dejado fuera del control de la Secretaría de Gobernación el área de Asuntos Religiosos y Culto Público.
Estos tres temas no son anodinos, podrían representar finalmente un cambio de actitud y de marcos institucionales necesarios para liberar tanto a las autoridades civiles como a las eclesiásticas de viejas simulaciones políticas y orientarlos hacia nuevos modelos de convivencia, respeto y mutua cooperación.
La próxima mesa directiva de la CEM, por lo tanto, requiere perfiles de obispos con una alta capacidad de diálogo y tolerancia, de energía para atender una muy demandante agenda social, política y religiosa; pero, principalmente, grandes oficios diplomáticos para lograr unidad al interior y comunicar cooperación al exterior sin caer ni en el servilismo ni en la fría institucionalidad. Sí, también el avasallante triunfo de López Obrador influye en la reflexión de los obispos en la conformación del Consejo de Presidencia 2018-2021.
Desde La Paz, BCS, el obispo Miguel Alba Díaz pone el tono de reflexión para sus hermanos obispos sobre el papel de la Iglesia en el contexto postelectoral: “No debemos pensar sólo en nuestros intereses o ambiciones ni en las simpatías o antipatías personales […] pedimos que incluyan una voluntad de lograr acuerdos y consensos para lograr reconciliación nacional, para que México pueda seguir adelante; si el próximo periodo empieza con divisiones, vamos indudablemente hacia la ruina”.
Otra de las voces muy respetadas en el episcopado es el obispo de Zacatecas y vocal del actual consejo de presidencia de la CEM, Sigifredo Noriega, quien ha manifestado su disposición de cooperar con el equipo de Andrés Manuel “en todo lo que se refiera a reconciliación” pero asegura que hay muchos temas que están fuera del control de las autoridades y de la Iglesia: “No están en nuestras manos, las mismas autoridades no tienen todos los hilos… necesitamos de la sociedad organizada”.
Son, sin embargo, los arzobispos metropolitanos los que tienen un voto cualitativo importante en estas decisiones. Los arzobispos del noroeste (Moreno, Rendón, Fernández y Miranda) han manifestado su inquietud principalmente por la migración y la violencia. Fernández, de Durango, ha hablado de “sumarse a los proyectos, colaborar y ser corresponsables”.
En el Occidente y Bajío (Robles, Cortés, Garfias), sólo el arzobispo de Morelia, Carlos Garfias, ha confirmado que estableció diálogo con el equipo de López Obrador –aunque otros obispos han sostenido reuniones con Beatriz Gutiérrez, esposa del presidente electo- y todo parece indicar que él será un articulador importante en la realización de los foros de paz y pondrá el liderazgo en esta etapa.
Para los arzobispos del sureste (González, Vázquez y Martínez) la preocupación apremiante es la pobreza y sus violencias derivadas en regiones de gran riqueza natural, turística e histórica. En la en la montaña de Guerrero ha adquirido un protagonismo importante el obispo de Chilpancingo-Chilapa, Salvador Rangel, quien hace de intermediador entre el narco y las comunidades para evitar la escalada de violencia y el respeto a las libertades básicas. Rangel incluso ha puesto el hombro en la adolorida diócesis de Ciudad Altamirano tras la anticipada e inesperada renuncia del obispo local.
En la región del Golfo (Reyes, Rodríguez), los temas pasan por las responsabilidades políticas de los gobernantes y los gobernados: El arzobispo de Xalapa apremia la transparencia y honestidad del servicio público y en la península (que registra los índices más bajos de violencia en el país) el metropolitano llama a legalidad y orden en la construcción de la paz social.
Para las sedes de México y Tlalnepantla (ambas administradas por Aguiar), Tulancingo, Puebla y hasta San Luis Potosí (Díaz, Sánchez, Cabrero), las posturas de los arzobispos son ambivalentes respecto al próximo gobierno pero coinciden en la principal necesidad del país: la reconstrucción, la restauración de un tejido social hoy lacerado. Aunque, la voz más autorizada en esta zona es, sin lugar a dudas, la del obispo de Cuernavaca, Ramón Castro, quien no sólo lidia con la reconstrucción material de prácticamente toda su diócesis sino en la restauración de una ciudadanía que es capaz de sobreponerse a las peores tragedias, incluida la de padecer un pésimo gobierno.
Es, sin embargo, el arzobispo de Monterrey, Rogelio Cabrera, el que podría contar con la confianza de más obispos para la conducción de la CEM en el próximo trienio. Los jóvenes obispos promovidos por él han destacado en diferentes responsabilidades nacionales y el propio arzobispo ha expresado con mucha claridad la voz de la Iglesia en temas como el combate a la corrupción, el respeto a la consulta ciudadana y la erradicación de la pobreza. Temas con los que López Obrador podría coincidir.
Cabrera personaliza el liderazgo que conjuga el gesto con la misión; asegura estar dispuesto a acudir a las periferias para llevar la naturalidad de una opción de vida. No deja de abordar asunto alguno, no elude ninguna pregunta ni se recluye en las defensas de su investidura o en las certezas de la institución (ordenó a un sacerdote dentro de una prisión y organizó diálogos con famosos influencies sin guión ni cortapisas).
En la coyuntura de las transformaciones son pocos los obispos que han sido capaces de aplicar una nueva narrativa del liderazgo social desde el fondo y no sólo en la forma; la voz del episcopado tiene respaldo popular para reclamar con vehemencia a las autoridades por los errores, abusos u omisiones (hay que mirar Nicaragua) pero pierde autoridad cuando se refugia en seguridades displicentes. Llevar ante el gobernante las verdaderas voces de una sociedad que exige ser escuchada no es sencillo, se renuncia a mucho, excepto a la responsabilidad.
@monroyfelipe
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Por Felipe Monroy