«Si Cristo apareciera ante mí y me dijera que no debo hacer esto, ¿por qué iba a obedecerle? ¿Por qué se mete en mi vida?» Son palabras de una teóloga reconocida e influyente. Y, saben, lo cierto es que esa actitud —que es en el fondo una tentación para todos nosotros— es la que definiría a la cultura contemporánea. Si el hombre tiene que hacerse a sí mismo, si es el dueño de su destino, de su vida. Si el hombre es un ser libre. ¿No debería Dios echarse a un lado? Parafraseando a Nietzsche, ¿cómo puede el hombre ser verdaderamente hombre si Dios se empecina en existir?
La Iglesia tiene un nombre muy antiguo para señalar este punto de vista, en el que el ser humano cree tener en su mano todas las fuerzas para conseguir su plenitud, su salvación. Se llama pelagianismo.
El pelagianismo, una vieja herejía contra la que ya combatía san Agustín en el siglo V, se identifica con facilidad en muchos espacios de la Iglesia de hoy: es la confianza en que haciendo lo que tengo que hacer (que puede ser lo que me parece subjetivamente mejor, pero también puede ser cumplir con los mandatos más ascéticos que quepa imponerse), no necesito la gracia de Dios.
En la Iglesia encontramos muchos espacios en el que esta actitud predomina. Normalmente aparece como la insistencia excesiva y extrema en el cumplimiento de las normas. Esto se debe, como dice Francisco, a que «la norma da al pelagiano la seguridad de sentirse superior, de tener una orientación precisa. Allí encuentra su fuerza, no en la suavidad del soplo del Espíritu.» ¿Y de qué nos sirve el «sentirnos superiores»? Si no nos mueve la misericordia ante el que no es capaz de seguir, ante el que se queda fuera, ante el que más necesita a Cristo, somos como higueras que no dan fruto, como árboles de fruta amarga.
«La doctrina cristiana —seguía el Papa— no es un sistema cerrado incapaz de generar preguntas, dudas, interrogantes, sino que está viva, (…) Tiene un rostro que no es rígido, tiene un cuerpo que se mueve y crece, tiene carne tierna: la doctrina cristiana se llama Jesucristo.»
Él, y no nosotros, cumple la vida. ¿O acaso alguno de ustedes puede hacerse feliz a sí mismo, o a otros?
Por Marcelo López Cambronero