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Vivir la muerte

Todo el que nace muere, pues el morir constituye parte de la vida, y el último acto que se hace en vida es, precisamente, morir; cosa que se hace de dos maneras, ambas muy diferentes una de la otra: una es en soledad; la otra, en compañía de Cristo, quien murió para vencer a la muerte, resucitando.

La muerte no es ninguna creatura, ningún personaje; no lo es aunque esta realidad última del vivir tenga diversas representaciones imaginativas para mostrarla en imágenes. La cultura mexicana, abundante en tradiciones que quieren recordar a los muertos, gusta de presentar a la muerte como un esqueleto, sea un elegante caballero, sea una glamorosa dama, que parecen vivir nuevamente tras haber muerto. En efecto, también desde las tradiciones populares se entiende que la muerte no es el fin definitivo de la vida, y que la creatura humana trasciende más allá de nuestro mundo. Tal vez esta sea la manera con la que los mexicanos queremos disfrazar el temor a morir.

Es natural el temor a la muerte, pero ante la certeza de la resurrección este miedo se apaga tanto que morir puede llegar a ser deseable: “pues para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. Pero si el vivir en la carne significa para mí trabajo fecundo, no sé qué escoger. Me siento apremiado por las dos partes: por una parte deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor; mas, por otra parte, quedarme en la carne es más necesario para ustedes” (Flp 1,21-24).

Con certeza, santa Teresa de Jesús explica que “el cristiano no ha de temer la muerte. Gracias a ella, alcanza a su Dios, al Amor tanto tiempo anhelado. La fe y el amor de Dios no sólo ayudan a vivir alegres y felices la vida, sino que hacen llevadero el trance de la muerte. Cruzando el umbral de la muerte, alcanza la vida”, y por experiencia propia agrega: “Quedóme también poco miedo a la muerte, a quien yo siempre temía mucho; ahora paréceme facilísima cosa para quien sirve a Dios, porque en un momento se ve el alma libre de esta cárcel y puesta en descanso” (Libro de la Vida, c.38,5).

La Iglesia enseña que “La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin el único curso de nuestra vida terrena, ya no volveremos a otras vidas terrenas” (Catecismo, numeral 1013), y nos enseña a pedir a nuestra Madre del cielo que interceda por nosotros, mediante el rezo del Ave María, con las inacabables palabras “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”, y a confiarnos a san José, Patrono de la buena muerte, tal y como lo expresa la antigua Letanía de los santos: “De la muerte repentina e imprevista, líbranos Señor”. Con palabras conmovedoras y llenas de esperanza, en el auxilio que se confiere al moribundo con palabras de perdón y con la absolución de Cristo, la Iglesia lo sella por última vez mediante una unción fortificante dándole al Señor en el Viático como alimento final y le habla con una dulce seguridad pronunciando estas palabras: “Alma cristiana, al salir de este mundo, marcha en el nombre de Dios Padre Todopoderoso, que te creó, en el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que murió por ti, en el nombre del Espíritu Santo, que sobre ti descendió. Entra en el lugar de la paz y que tu morada esté junto a Dios en Sión, la ciudad santa, con Santa María Virgen, Madre de Dios, con San José y todos los ángeles y santos. Te entrego a Dios, y, como criatura suya, te pongo en sus manos, pues es tu Hacedor, que te formó del polvo de la tierra. Y al dejar esta vida, salgan a tu encuentro la Virgen María y todos los ángeles y santos. Que puedas contemplar cara a cara a tu Redentor” (Commendatio animae).

La antigua Liturgia bizantina asegura que “Cristo ha resucitado de entre los muertos, con su muerte ha vencido la muerte, y a los sepultados ha dado la vida”. Santa Teresa de Jesús supo enfrentar, viviendo, a la muerte: “Todo se pasa tan presto, que más habíamos de traer el pensamiento en cómo morir que no en cómo vivir”; y minutos antes de morir, santa Teresa del Niño Jesús expresó la gran verdad: “Yo no muero, entro en la vida”.

Por Roberto O’Farrill

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