Aunque la muerte es el más inevitable fenómeno de la vida humana, su llegada siempre desconcierta, altera, incomoda.
Diría yo que existen básicamente cuatro formas de morir: en pecado y de golpe, en pecado y lentamente, en gracia y de golpe, y en gracia y lentamente.
Para un auténtico ateo —si es que existen— lo ideal sería morir de golpe después de una vida de placer y diversión. Para un creyente sería la peor. Que Dios nos libre de una muerte repentina, rezan viejas oraciones de la Iglesia. Grave, gravísima cosa sería estar en pecado y ser sorprendido por la muerte sin tener tiempo para arrepentirse. Ya he comentado yo alguna vez que en algunos casos un sida, o cualquier otra molestia antes de morir, puede ser una bendición.
En términos prácticos, lo mejor que nos podía ocurrir —salvo la tremenda sorpresa que se llevan los allegados— sería estar en gracia de Dios y morir en un instante. Sin avisar, sin esperarla, sin sentirla… y si es cuando ya no soy necesario para nadie, mejor. Qué bonito sería. Ir por la vida sereno y de pronto oír a Jesús decir: “Ven, bendito de mi Padre, a tomar posesión del reino preparado para ti desde el principio del mundo…”.
Y sin embargo, Dios parece tener otra opinión. Ahí está la agonía, más corta o más larga (a veces larguísima), más leve o más dolorosa (a veces dolorosísima); inexorable, casi omnipresente, inexplicable. ¿Por qué esta persona que fue tan buena tiene que sufrir tanto para morirse? Cualquiera en el fondo se rebela contra ese sufrimiento aparentemente inútil. Hay que acabar con esa vida, dice el materialista, partidario de la cultura de la muerte. Es que tiene que pagar su karma, tiene que pagar por los pecados cometidos en otra vida, dice el orientalista, un poco más resignado y completamente equivocado. Es que Dios sabrá, dice el creyente; es que Dios quiere aprovechar al máximo el tiempo que nos ha concedido en este mundo para acumular un tesoro en el otro.
¿Qué sabemos nosotros? ¿Dónde estabas tú cuando yo formaba el universo? —pregunta Dios al abrumado Job—. ¿Qué puede Dios sacar de una agonía?
Los expertos hablan de menos purgatorio para el involucrado, de menos purgatorio para otros elegidos, de gracias especiales para los necesitados que todavía han de peregrinar por este mundo, de perdón para pecadores que no piden perdón… La oración de los que sufren unidos a Cristo —han dicho muchos predicadores y ha reiterado en varias ocasiones Juan Pablo II— es invaluable a los ojos de Dios. Ese momento de postración “inútil” puede ser el más valioso de nuestra existencia.
Aunque a veces (casi todas) nos cuesta trabajo creerlo, San Pablo asegura que nadie es probado más allá de sus fuerzas y, a cambio, cuántas gracias se pueden derramar por el sufrimiento de un justo.
Dicen que decía Santa Teresa de Ávila —esta frase tenemos que mencionarla cada vez que hablamos del sufrimiento, y tendríamos que meditarla muy seguido— que si tuviera que sufrir cien años en este mundo a cambio de un grado más de gloria en el cielo, los sufriría con gusto. Y algo parecido dicen que afirmaba el Padre Pío. Hay que recordar que estos dos santos recibieron de Dios el don de asomarse al cielo.
¿Qué sabemos nosotros? Muchos han dicho también —aunque en el momento a todos nos sabe como un mal analgésico— que Dios manda el sufrimiento a sus elegidos, a sus amigos.
Evitar el sufrimiento, por supuesto que sí; con todos nuestros recursos, hasta donde sea posible. Y cuando no sea posible, ponernos con confianza en las manos de Dios y aceptarlo y ofrecerlo.
Sí, claro, cuando me llegue el momento voy a ser el primero en dudar y en reclamar y en rebelarme. Por eso quiero atesorar y compartir estas ideas desde ahorita. “Guarden, pues, estas palabras y reconfórtense unos a otros” (2Ts. 4, 18). Tal vez, en el momento de la prueba, podamos decir de todo corazón aquellas palabras que dieron cumplimiento a la historia: “Hágase en mí según tu voluntad”.
Tal vez, también, podamos aceptar que una vida en gracia y una muerte lenta no sean tan mala opción, después de todo.
Por Walter Turnbull