Al pensar en la llegada de la muerte, uno puede hacer un pequeño análisis de cómo ha sido su camino terreno, sus encuentros con otras personas, su trato con Dios.
Descubrirá tantos momentos hermosos de amistad, de recibir y dar ayuda, de perdonar y acoger el perdón, de dedicar unas horas a un amigo o simplemente a un conocido.
Descubrirá momentos más duros: choques, incomprensiones, rencores, distancias que provocan daños en las relaciones, a veces durante meses o incluso años.
Ante la vista de recuerdos y de nombres, uno lamenta el tiempo perdido en asuntos que nos alejaron de los seres queridos, y siente alegría por el tiempo empleado para los demás.
Surgen también preguntas de importancia: ¿cómo me juzgan ahora quienes me han conocido? ¿Qué pensarán cuando sepan que una enfermedad avanza en mi cuerpo y pronto me llevará a la otra vida?
Los juicios humanos variarán tanto como las personas y sus modos de reaccionar. Unos sentirán indiferencia. Otros pena al ver el avance de la muerte de un familiar o conocido. Otros buscarán un reencuentro para que la despedida sea más serena.
Por encima de los juicios humanos, quien ve cercana la hora de su muerte piensa en el juicio de Dios. Después de los pocos o muchos años de existencia, ¿cómo me mira, cómo me ama, cómo valora Dios lo que he hecho o he dejado de hacer?
Uno sabe que el juicio de Dios resulta definitivo. Quien ha sufrido por desprecios o condenas injustas y se ha mantenido en el camino del amor, encontrará en el Padre de los cielos un reconocimiento de cariño y de misericordia que cura completamente los males sufridos en la tierra.
Quien tiene manchas en su historial, pecados e injusticias con las que ha ofendido a Dios y a los hombres, puede iniciar un camino de conversión para reparar daños sufridos por quienes aun viven, y para acoger humildemente una misericordia que vence toda malicia humana.
El continuo avance de la muerte nos pone a todos ante Dios y ante los hombres. El tiempo del que ahora disponemos se convierte en un tesoro si aprendemos a vivirlo intensamente, con un deseo grande de amar al máximo las semanas o los días que Dios nos concede antes de la llegada de un encuentro definitivo y eterno…
Por P. Fernando Pascual