Lo que debemos esperar de Dios es lo que nos ha prometido, contemplarlo cara a cara, la felicidad eterna y los medios apropiados para alcanzar dicha felicidad.
Sin embargo, no debemos esperar de Él que nos ofrezca un camino ancho para alcanzar esa felicidad. Eso no nos lo prometió. Más bien nos advierte que pudiera ser bastante angosto ese sendero.
He allí que el camino ancho nos lo prometen el diablo, la carne y el mundo. La carne nos promete placeres deliciosos, un alto y bajo vientres satisfechos con frecuencia y en abundancia. El mundo nos promete fama, reconocimiento, honores, aplausos, seguidores, imitadores, aprobación y sin fin de sonrisas. El diablo nos promete poder, dinero y astucia para conseguirlos. Y tanto la carne, el mundo, como el diablo suelen cumplir sus promesas. Por eso tienen tantos seguidores.
Por supuesto, que sea así no quiere decir que los placeres, el dinero, el poder, la fama, si son legítimos, no sean permisibles. Tan así que hay santos que disfrutaron de placeres, como el robusto santo Tomás de Aquino, quien sabía comer bien, a punto de ordenar arenques frescos fuera de temporada; santos poderosos y adinerados, como el contemporáneo de Aquino, san Luis, Rey de Francia; santos famosos como el Padre Pío de Pietrelcina, quien atraía a multitudes a confesarse, en el siglo pasado, a su convento en San Giovanni Rotondo. En última instancia, Dios es autor y proveedor de todos los bienes.
El problema reside en que nuestras esperanzas no estén puestas en lo que promete Dios sino en lo que prometen la carne, el mundo y el diablo que, si bien, muy cumplidores, nos ofrecen bienes frágiles, que se esfuman en un instante, y que nos distraen en nuestro camino al encuentro con el Señor. Peor, convertimos esos bienes pasajeros en nuestros ídolos y rechazamos el bien eterno que es Dios.
Y es muy triste que caigamos en esa idolatría cuando nos topamos con el camino angosto del que nos advierte Jesús. Nos da por preferir caminar sobre alfombras, por el sendero ancho, que descalzos sobre espinas y pedruscos, aunque éste último sendero sea el que nos conduce a la felicidad eterna.
La mayoría de los santos siguieron este sendero angosto. Dios permite que vivan entre muchas dificultades para acrisolarlos como el oro. Dios los somete, por así decirlo, a retos que los hacen crecer en santidad, de una manera similar a como un atleta se entrena para ser el mejor en la competencia. No sobre almohadones y cojines es que triunfará en su carrera al Cielo, sino en el servicio amoroso a su prójimo y a su Señor.
María, la Madre de Jesús, nunca recibió en su vida terrena reconocimientos, nunca disfrutó de grandes riquezas, más bien, junto con su esposo san José, sufrió persecución, sufrió rechazo, sufrió el destierro, sufrió insultos. En su momento, una espada traspasó su Inmaculado Corazón.
¡Cuántos santos sufrieron también el destierro, la cárcel, el hambre, los naufragios, el martirio! He allí a san Pablo, para no hablar de muchos más. ¡Cuántos más, como san Agustín de Hipona, vieron perderse todos sus esfuerzos, toda su obra destruida por los vándalos, y además su grey dispersa y diezmada justo antes de morir!
Pero no perdieron la esperanza, pues su esperanza no estaba puesta en lo que prometían la carne, el mundo y el diablo, sino en lo que promete y cumple Dios.
Si bien, para alcanzar dicha promesa debemos seguir, como Jesús, el Sendero de la Cruz, nuestra esperanza no es vana: al final resucitaremos en la Vida Eterna.
Por Arturo Zárate Ruiz