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El Hijo del hombre será elevado

En Jn 3, 14-21, Jesús le había enseñado a Nicodemo la necesidad de nacer de nuevo, de nacer de lo alto, de renacer del agua y del Espíritu, para poder entrar en el Reino de Dios. Y luego le dijo: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre para que todo el que cree en Él tenga vida eterna”.

Probablemente Nicodemo no comprendió lo que Jesús acababa de revelarle, si bien algo habrá podido intuir. Respecto a él nosotros somos privilegiados, porque estamos en condiciones de captar mejor el significado de estas palabras.

Alude Jesús a la serpiente de bronce que Moisés hizo erigir en el desierto. Sucedió cuando los judíos, cansados de tantas tribulaciones, comenzaron a murmurar contra Dios y contra Moisés: “¿Por qué nos habéis hecho subir de Egipto para morir en el desierto?”. Dios, indignado, envió contra el pueblo terribles serpientes, muriendo mucha gente. Entonces recurrieron a Moisés para que intercediese por ellos delante de Dios.

Conmovido por la súplica del caudillo, el Señor le mandó hacer una serpiente de bronce y colocarla sobre un poste. Y cuando alguien era mordido por una víbora le bastaba con mirar la imagen de bronce para evitar la muerte. Fue una manifestación del poder de Dios, capaz de librar de todo mal. Y ahora el Señor se aplica a sí mismo la imagen de la serpiente del Antiguo Testamento: también Él será elevado en el mástil de la cruz, de manera parecida a la serpiente de bronce y con efectos similares.

En ese sentido, la crucifixión de Cristo no tiene solamente un aspecto doloroso sino que es, a la vez, el comienzo de su glorificación. Según San Juan, el mismo Señor dijo en otra ocasión: “Cuando hayáis elevado al Hijo del hombre, entonces, sabréis que yo soy”.

Y también: “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”. La “elevación” de Cristo es así, el comienzo de su victoria: desde la cruz, como un imán divino, ejercerá una influencia universal, todo lo atraerá hacia Sí.

Jesús será allí la nueva serpiente, no como aquella del Génesis que en el Paraíso terrenal sedujo a nuestros primeros padres, y siguió seduciendo al pueblo elegido a lo largo de su historia. Jesús se hizo a sí mismo serpiente para librarnos de la antigua serpiente por cuya envidia la muerte se introdujo en el mundo.

Se hizo muerte para librarnos de la muerte. Por eso su elevación sobre la cruz es ya el preludio de la victoria, es la esencia del Misterio Pascual: proceso de muerte y de glorificación. Del seno del sepulcro brota la vida, vida que de la tierra se eleva, asciende, hasta el cielo.

Durante la Cuaresma, nos encaminamos a la celebración, de este misterio, que encuentra su momento, más relevante en la Semana Santa. Levantemos los ojos hacia Cristo, elevado en la cruz, con la misma confianza con que los judíos del desierto miraron a serpiente de bronce. Y así no pereceremos. Miremos a Cristo y creamos firmemente en Él, porque como nos dice el evangelio: “Tanto amó Dios al mundo que entregó su Hijo Único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna”.

Nuestra mirada a Cristo en la Cruz habrá de ser, entonces, una mirada de fe, de confianza. Porque sabemos que Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar a los hombres, sino para que se salven por Él. Por eso, acerquémonos nosotros a Cristo, nuestra luz, nuestra serpiente, como lo llama San Ambrosio, con toda confianza, con toda humildad, mirémosle en los ojos… y creamos.

En la misa se tiene el momento de la consagración y de la elevación en que Cristo es “levantado en alto”, esta vez por el sacerdote, para atraer a todos hacia Sí. La misa es la renovación del sacrifico de la Cruz, de ese sacrifico que implicó la primera y cruel “elevación” de tres horas interminables, en la cima del monte Calvario.

Por Padre Nicolás Schwizer