Hay muchas razones para la vigencia del celibato sacerdotal en el rito latino. Las hay bíblicas, como “los eunucos por causa del reino de los cielos”. Las hay teológicas, como el que un sacerdote se asimile de lleno a la vida de Cristo, quien permaneció célibe para entregarse por completo a su Iglesia. Hay también razones prácticas. De ellas quiero hablar ahora.
Si uno revisa la historia de las misiones, éstas han sido posibles por la disponibilidad de los sacerdotes célibes de rito latino que han podido trasladarse hasta los últimos rincones del mundo. Puede cualquiera cerciorarse de ello consultando un mapa sobre la expansión del catolicismo en el orbe.
Los ritos con sacerdotes casados no han sido pródigos en las misiones porque los clérigos se encuentran atados a sus esposas. Por ello, estos ritos suelen circunscribirse a iglesias nacionales y aun regionales, pero no universales.
La disponibilidad de sacerdotes célibes no sólo es importante para las misiones, también para su movilidad en las distintas zonas pastorales de una diócesis. No es tan sencillo que un cura llegue a su casa y le diga a su esposa: “ahora nos mudamos a otra ciudad y a otro barrio, y esto lo haremos cada siete años con hijos y todo”.
Si un sacerdote casado aun preserva los votos de obediencia y de pobreza, ¿es válido que obligue a ellos a su esposa y a sus hijos?
He allí que un problema adicional con los sacerdotes casados, de otros ritos: la frecuente retención que el clérigo hace de su parroquia a punto de convertirla en hereditaria, a sus hijos de sangre. La parroquia se vuelve en cierto modo una propiedad familiar.
Ahora bien, no bastaría que el sacerdote casado fuere un viri probati. Se requeriría también que su esposa y sus hijos sean de probada conducta. De no serlo, mal ejemplo familiar darían a los fieles de su comunidad.
Baste señalar el escándalo y mal ejemplo que se generaría si, por problemas con su esposa, un sacerdote se divorciara de ella.
Hay quienes aducen que la continencia sexual es imposible y, por tanto, no debe imponerse a los sacerdotes. Pues si fuera así, porqué exigirla también a los laicos casados, es más, a los laicos que todavía no se casan. ¿Valdría decir entonces “es que no me pude contener y por eso fui con la prostituta o con la vecina”?
Y si el problema es la soledad, ya recomendó Jesucristo que los misioneros vayan de dos en dos. No se puede hablar de soledad si se tienen buenos amigos al lado (que siempre los habrá si se piensa en Jesús). Esos amigos nunca le faltarán al sacerdote si mantiene estrecho contacto con sus hermanos curas, y si sabe acercarse a muchos laicos buenos que lo apoyarán en su comunidad.
Por Arturo Zárate Ruiz