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Los apóstoles Felipe y Bartolomé

San Felipe, originario de Betsaida, en las listas de los Doce siempre aparece en el quinto lugar, fundamentalmente entre los primeros. Aunque era de origen judío, su nombre es griego, lo que constituye un signo de apertura cultural.

Después de haber sido llamado por Jesús, Felipe se encontró con Bartolomé y le dijo “Ese del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas, lo hemos encontrado: Jesús el hijo de José, el de Nazaret” (Jn 1, 45), y agrega: “Ven y lo verás” (cf. Jn 1, 46). Con estas palabras, Felipe muestra las características del auténtico testigo:  no se contenta con presentar el anuncio como una teoría, sino que invita a tener una experiencia personal del Señor, a conocerlo de cerca.

¿Cómo podríamos conocerlo a fondo si permanecemos alejados de él? Esto es lo que nos recuerda el apóstol Felipe. Por eso, nos invita a “venir” y “ver”, a entrar en un contacto de escucha, de respuesta y de comunión de vida con Jesús.

El Evangelio presenta a unos griegos que se dirigieron a Felipe y le rogaron: “Queremos ver a Jesús. Felipe fue a decírselo a Andrés; Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús” (Jn 12, 21-22). Esto enseña a estar dispuestos a acoger las peticiones y súplicas para orientarlas hacia el Señor y acercarle a quienes se encuentran en dificultades. Así, cada uno debe ser un camino abierto hacia él.

Gracias a la petición que el apóstol Felipe le presentó al Señor cuando le dijo “Muéstranos al Padre” (Jn 14, 8), es que conocemos unas de las palabras más sublimes del Evangelio en la respuesta de Jesús: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Jn 14, 9). Es por esta revelación que sabemos que si queremos conocer realmente el rostro de Dios, nos basta contemplar el rostro de Jesús. En su rostro vemos realmente quién es Dios y cómo es Dios.

San Felipe llevó el Evangelio a Grecia y después a Frigia, donde murió mártir, en Hierápolis, con un suplicio que según algunas fuentes fue por crucifixión y según otras, por lapidación. Su festividad se celebra el 3 de mayo.

Por su parte, el apóstol Bartolomé, proveniente de Caná, es posible que haya sido testigo del milagro realizado por Jesús durante unas bodas a las que acudió con su madre, la Virgen María, en aquel lugar (cfr Jn 2, 1-11).

El nombre de san Bartolomé, que procede de una referencia a su propio padre, pues se deriva de Bar-Talmay, que en arameo significa “Hijo de Talmay”, es el mismo a quien el apóstol Felipe le comunicó que había encontrado a Jesús el hijo de José, de Nazaret. Es respuesta, Bartolomé le manifestó un prejuicio de su tiempo: “¿De Nazaret puede haber cosa buena?” (Jn 1, 46). Esta pregunta permite ver que, según las expectativas judías, el Mesías no podría provenir de una aldea tan pequeña como Nazaret. Pero, al mismo tiempo, pone de relieve la libertad de Dios, que sorprende nuestras expectativas manifestándose precisamente allí donde menos lo esperaríamos.

El Evangelio refiere que cuando Jesús vio a Bartolomé acercarse, exclamó:  “Ahí tienen a un israelita de verdad, en quien no hay engaño” (Jn 1, 47). Se trata de un elogio que suscita la curiosidad de Bartolomé, quien replicó asombrado: “¿De qué me conoces” (Jn 1, 48). La respuesta de Jesús no es inmediatamente comprensible, pues le dijo: “Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi” (Jn 1, 48). No se sabe qué había sucedido bajo esa higuera, pero es evidente que se trata de un momento decisivo en la vida de Bartolomé, quien respondió con una confesión de fe preclara y hermosa, diciendo:  “Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”  (Jn 1, 49).

Según informaciones referidas por el historiador Eusebio, en el siglo IV, un hombre llamado Panteno encontró en la India signos de la presencia de Bartolomé. En la tradición posterior, a partir de la Edad Media, se impuso la narración de su muerte desollado, que llegó a ser muy popular, como su figura en el Juicio Final que plasmó Miguel Ángel Buonarroti en la Capilla Sixtina del Vaticano o como su impresionante escultura en mármol, en la catedral de Milán.

Las reliquias de san Bartolomé se veneran en la iglesia dedicada a él en la isla Tiberina de la ciudad de Roma, adonde las llevó el emperador alemán Otón III en el año 983. Su festividad se celebra el 24 de agosto.

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